Publicado en ABC el pasado 28 de septiembre de 2017

Los primeros pensadores liberales instauraron un concepto deliberativo de la Opinión Pública basado en la premisa de que los ciudadanos se interesan activamente por los asuntos públicos y someten sus juicios a una discusión racional de la que emergen las mejores ideas para el interés general. Pensadores como Hume y Burke contribuyeron luego a asentar la idea de que cualquier gobierno debía basarse en la Opinión: concretamente en esa opinión nacida del debate público. Una noción que desde entonces ha formado parte de la cultura democrática.

Sin embargo,  esa idea original de la Opinión Pública y de su papel en la esfera política estaba muy lejos de presuponer la superioridad de la Opinión sobre la Ley. Al contrario, partía de la superioridad del orden legal para incidir en la necesidad de que la autoridad legislativa estuviera sometida a contrapesos que impidieran los abusos. Dicho de otra forma, lo que tenían en mente dos intelectuales tan conservadores como Hume y Burke cuando afirmaban que el gobierno debía basarse en la Opinión, no era precisamente que la mayoría pudiera salir a la calle y derrocar el orden legal vigente por su soberana voluntad. No. Lo que querían manifestar es que, incluso en un régimen representativo, el poder no debe ejercerse de forma despótica. Que los controles son necesarios, y que el más eficaz de todos ellos es garantizar la publicidad de las decisiones políticas, su exposición al ojo y al oído público. Posteriormente, Tocquevillle abundó en la importancia de articular esos contrapesos, pero fue el primero en avisar de la cara oculta de la Opinión Pública: su capacidad de aplastar la reflexión individual, silenciando a las minorías y empobreciendo la calidad del debate democrático.

A partir de entonces, y desde las propias filas del pensamiento liberal, no tardaron en surgir las voces que advirtieron del riesgo  que entrañaba afirmar que todo gobierno debe basarse en la Opinión. Esas voces objetoras se fueron incrementando conforme el censo de electores se fue ampliando, puesto que el sufragio universal, que fue una gran conquista para la democracia, agrandó sin embargo la ficción de una Opinión Pública informada que sometía a confrontación intelectual los asuntos de interés general. Por ello, ya en 1880, G.C. Thompson estableció la necesidad de distinguir entre la verdadera Opinión Pública fundamentada en el debate racional de las personas cultas y la falsa Opinión Pública conformada por la opinión superficial e irracional de las masas. En la misma dirección, en 1913, A.L. Lowell argumentó que debían excluirse de la Opinión Pública los referéndums y las elecciones, tomando solo en consideración la discusión pública entre personas cualificadas. Y así fueron sucediéndose advertencias similares hasta que Walter Lippman, en 1920, acabó de poner de manifiesto el “autoengaño racionalista” de la Opinión Pública, afirmando que ya en su tiempo la opinión de la mayoría no obedecía a ninguna discusión pública intelectual, sino que estaba dominada por los  estereotipos y las emociones.

A pesar de todas estas objeciones, confirmadas y reforzadas por todas las investigaciones empíricas desarrolladas posteriormente desde la sociología y la psicología social, la idea de que cualquier gobierno democrático se basa en la Opinión Pública no sólo no se debilitó, sino que ha ido reforzando su prestigio, hasta el punto de ser hoy el epítome de los ideales democráticos. La enorme paradoja es que los intelectuales que dieron cuerpo a esta idea pensaban en un proceso de conformación de las opiniones del que apenas queda nada. Pero es lo mismo. La idea ha calado tan hondamente que el voto se ha erigido en la única verdad de la democracia, consagrando la soberanía absoluta y casi absolutista de la Opinión en la vida pública, aunque esta se fundamente en el más completo desconocimiento. Nada en democracia, nada, debe interponerse a la posibilidad de que el pueblo se exprese en las urnas. Tal no sólo es el precario planteamiento intelectual que sirve de justificación al secesionismo catalán: tal es la convicción general.

De modo que no nos engañemos: la idea de que la Opinión es soberana no es ningún patrimonio de la CUP, ni de ERC, ni siquiera de Podemos. Al contrario, mucho me temo que la inmensa mayoría de la juventud española y europea –por no irnos más lejos- comulga con ella. Me gustaría saber cuántos jóvenes, aun los que rechazan el referéndum catalán, son capaces de fundamentar ese rechazo racionalmente, expresando los argumentos por los que el marco constitucional debe prevalecer sobre el derecho a decidir. Por ello, soy pesimista sobre la situación de Cataluña. Porque en una Opinión Pública como la actual, desposeída de la lectura, la historia y la filosofía, las ideas simples vencen indefectiblemente a las complejas. Y la idea de que votar es lo más democrático es simple y de una eficacia demoledora. Por eso, pase lo que pase en estos próximos días, mi pronóstico es que, a la larga, en Cataluña perderá la democracia y ganará la Opinión. Pero no esa opinión ponderada por la cultura y el debate que tenían en mente los padres del liberalismo, sino la compulsión electora de un público iletrado que se siente investido de una autoridad tan soberbia como lejana a cualquier fuente de sabiduría.