Los diez pecados capitales de un bloguero

Tengo blog desde el año 2008 (¡jodo!), y mi relación con este medio ha sido muy fluctuante, llena de altibajos y dientes de sierra. En ese tiempo, he asistido además, y no una sola vez, a las exequias de los blogs como género. Se los cargó la burbuja 2.0, que creyó reconocer en las redes sociales un sustituto natural y más perfeccionado de la blogosfera. Se los cargó la pérdida de complejos de las grandes cabeceras frente a la cosa online, después de años de titubeos y palos de ciego en los que los medios de comunicación demostraron una miopía que quedará en los Anales de la Torpeza. De modo que la muerte de los blogs empieza a parecerse a la muerte de la novela: ahí están todos, queriendo matarla, y ella sigue de paseo, haciendo su vida, guiñando el ojo a los agoreros. Disfrutando de la fiesta, vaya.

Un blog no es algo fácil. Los gurús de la cosa Social Media andan haciendo continuamente gárgaras con la importancia del contenido, con su valor como elemento que favorece el posicionamiento, como aspecto nuclear de la estrategia 2.0. Pero basta echar un vistazo a los blogs de esos gurús para darse cuenta de que una cosa es la teoría y otra muy distinta es la práctica. En la práctica, vamos a decirlo ya, abunda el refrito, la falta de originalidad y de sabor: el carácter. La obsesión de muchos blogs por publicar a diario para fortalecer el posicionamiento acaba favoreciendo el Síndrome del Vientre Suelto: perdonen por lo escatológico, pero muchas veces los posts huelen a diarrea. Repetitivos, sin fuelle, aburridos, insoportablemente lights. Mucho azúcar, cero proteínas.

En este contexto, me ha parecido oportuno plantear algunas reflexiones sobre la blogosfera. Por no quedarme atrás, y ahora que se lleva mucho esto de las enumeraciones (¡qué bien posicionan, las enumeraciones!), me he decidido a escribir este post sobre los vicios más habituales que detecto en muchos blogs, planteando una relación de los 10 errores más comunes que contribuyen a afear al género y hacer peligrar su vigencia. Son los siguientes:

1.- Por lo menos, un post cada día. Vaya parida. Escribir por escribir cuando no se tiene nada que contar es como ese invitado indeseable que en una reunión no para de decir chorradas, y que acaba resultando la persona más cargante de la fiesta. Los posts se dirigen a personas, y por mucho que la renovación dinámica de contenidos favorezca el posicionamiento no es menos cierto que las personas tienen criterio, y no podemos tomarlas por tontos, insistiendo en obviedades y paridas para cumplir con el régimen de publicaciones.

2.- El blog es como el aceite: aguanta más de una fritanga. ¿Conocéis esa inquietante sensación de saborear un pescado frito que no sabe exactamente o no sólo a pescado frito porque antes utilizaron el aceite para freír pollo o pimientos? (si no lo conocéis, mejor para vosotros, claro). Eso pasa también con los blogs: se tiende a la reutilización, no sólo de blogs externos sino incluso de contenidos propios. El cortapega está muy castigado por los buscadores, pero es que además es como el adobo. Se repite, y de mala forma. No sé ustedes, pero a mí, si las acedías fritas me saben a pimiento frito, como que ya no vuelvo a ese bar, oigan.

3.- Soy el puto amo, ¿por qué no decirlo? Porque, por muchos cursillos de redes sociales o de SEO que impartas, por muchos seguidores que tengas en Twitter, el hecho es que no, que no eres el puto amo. Para serlo tendrías que empezar por ser humilde, y así nos tragaríamos mejor toda esa pose de influencer que gastas, y que me parece de absoluto pelmazo. Así que, no sé, cuídate con lo que pones en la bio de tu blog, muestra algo de modestia. Eso lo aprendí del mismísimo Peregil, que en una entrevista me dijo algo que nunca olvidaré: “Aquel que dice yo soy es porque no tiene a nadie que le diga tú eres”. Pues eso.

4.- Cuidado con la controversia. Es una de las cosas que más me irritan de muchos blogs que leo, y muy especialmente de los blogs que se refieren a la cosa digital y al 2.0. Parecen tan preocupados por no granjearse enemigos que al final el discurso resulta tremendamente fláccido, aburrido, nifunifá. Si escribes un blog se supone que tienes un posicionamiento sobre las cosas, un parecer, y ese parecer siempre debe estar a favor de algo e inevitablemente contra algo. El miedo a meter la pata, el miedo a incomodar atenaza la escritura, y detrás de las palabras uno ya no ve a un blogger sino a alguien con criterio adormecido, incapaz de levantar la voz para llamar a las cosas por su nombre. De ésos, en la vida offline, ya conozco muchos. ¿Para qué los quiero también en online?

5.- La voz de su amo. Vale, ya lo sabemos, no nos hemos caído del guindo: hay blogs que cuentan con el patrocinio de algunas marcas, y gracias a ello se convierten en proyectos verdaderamente alimenticios. También está el caso de las marcas que “dan a probar” sus productos a los bloggers, y a cambio estos bloggers exhiben sus estómagos agradecidos cantando las alabanzas de los productos de la marca de turno. Todo eso es comprensible, pero hay que cuidar el tono: la publicidad en Internet canta más que los pies del anuncio de Peusek (lo sé: me hago viejo). Cuando hay publicidad, se desconfía. Por eso, si la hay, debe medirse bien. Las formas en Internet, como en todo, también importan.

6.- Soy un blogger, no un escritor. Este es el argumento que utiliza más de uno para justificar posts sin la más mínima voluntad de estilo. Cuando hablo de voluntad de estilo, cuidado, no me estoy refiriendo a que se escriba como Flaubert. Me refiero, tan sólo (mirad qué poco pido) a escribir decentemente. Lo que quiere decir sin faltas de ortografía, con una sintaxis adecuada, de forma, simplemente, correcta. Porque en efecto, un blogger no es un escritor, pero sí debe tener competencia ortográfica y sintaxis. Si no, dedícate a otra cosa, o monta un blog de fotos.

7.- En lugar de una tesis, escribo un post. Hay gente que se gusta. Todos nos gustamos, vamos a decirlo claro. Pero hay algunos que se gustan mucho, mucho. Se gustan tanto que se olvidan de que existe el punto y final: lo ponen tan lejos en sus post que uno acaba con los dedos doloridos de tanto darle al scroll. Para escribir una tesis vete a un Word y ahí la lías parda, pero no hagas eso en un blog. Porque para eso ya tenemos la Jot Down.

8.- I love SEO. San SEO es Dios. San SEO observa escrutador desde las alturas de la fibra óptica a los mundanos bloggers y, señalándolos inquisitivo, advierte: “Aquí quien manda soy yo. Debéis escribir pensando en mí”. Y después pasa lo que pasa: se escribe tan encorsetadamente que a los post les cuesta respirar. San SEO dice: “Hay que titular de forma informativa, resumiendo el contenido del post”. San SEO dice: “Hay que incluir las palabras claves en los títulos, y repetirlas muchas veces en el cuerpo de texto. San SEO dice: “Hay que crear texto vinculado a las fotografías”. San SEO dice: “Hay que usar un estilo apelativo, y cerrar los posts con preguntas que muevan a la acción”. Al final, todos los textos inspirados en San SEO acaban pareciéndose, porque las leyes de San SEO son rígidas, antipáticas, conducen a la mediocridad. Y el resultado es que acabamos posicionando excelentemente textos que son absolutamente deficientes.

9.- Soy un artista, ¿para qué más? Seguro que os ha pasado: blogs que están estupendamente escritos, con contenidos que aportan valor, que tienen calidad, pero que están desastrosamente diseñados. O que están hechos de modo muy chapucero, con plantillas de blogger más usadas que la manguera de una gasolinera. Esos blogs en los que todo se va al traste porque el bloguero no tiene el más mínimo interés, por ejemplo, en homogeneizar los cuerpos de letra, o de incrustar imágenes para hacer más liviana la lectura. Esos blogs son disparos en el aire. Disparos que producen bonitos sonidos, pero no van a ninguna parte, porque difícilmente encuentran carne. No cuesta nada ser un poco cuidadosos con las formas: se trata de pensar un poco en quien te va a leer.

10.- Me juego mucho. Bah. No te lo tomes tan en serio. Todo esto de los blogs, como casi todo en la vida, es un recreo. Y como todo recreo, lo importante es pasarlo bien. Se puede ser profesional pasándotelo bien. Es más, cuando uno tiene un blog y no se divierte, eso se nota. No te obsesiones con posicionarlo bien, no te quiebres la cabeza pensando en que de este blog saldrá Algo Que las Futuras Generaciones Jamás Podrán Olvidar. Simplemente diviértete: juega, pero sin abandonar la sonrisa.


Gestos

Hay gestos que comunican más que mil discursos. Y en política, donde todo se cocina con sal gruesa, donde el marketing de la imagen le ha ganado la partida al marketing de la palabra, mucho más.

En mi experiencia como consultor de comunicación, he tenido ocasión de participar en varias campañas electorales, de muy distinto signo político. Y a pesar de la experiencia, no dejo de maravillarme por la parafernalia que los grandes partidos son capaces de desplegar cuando se trata de vender su marca en el periodo electoral. El mítin, como vehículo de comunicación política, me parece rotundo, incontestable, imbatible. Pero los mítines, como toda la política, han virado hacia el vaciamiento de su discurso en beneficio de la imagen: los símbolos, las metáforas, los recursos visuales imponen su criterio en un tiempo en que la ideología ya no es una prioridad, más allá de las consignas y los eslóganes. Todo tiende a la simplicidad, al tópico, a lo directo. Conceptos que en otro tiempo constituyeron el armazón intelectual del discurso político ahora son mal vistos, carne pasada, de otro tiempo. En su lugar se refuerzan estrategias como la redundancia, el recargamiento visual, la figuración. Ello convierte los mítines en platós improvisados de televisión, y a los políticos en monologuistas de dudosa gracia, pero que siempre cuentan con el agradecido recurso de la música para atraer las simpatías. Funciona, la música: como Woody Allen escuchando a Wagner, después de asistir en vivo a un baño de banderas azules –PP- o de rosas –PSOE- acompañado por las sintonías de los respectivos partidos, he de confesar que uno siente ganas de invadir no sólo Polonia, sino Europa entera.

Creo que nadie se escandaliza si afirmo que hoy el discurso político ya no es cosa de los políticos: es competencia (a veces, casi exclusiva) de los asesores de comunicación, los jefes de gabinete y los equipos de marketing e imagen que se encargan de crear y dar lustre al contenido político, zurciendo el vacío con prestidigitaciones retóricas y con eslóganes que muchas veces son más propios de una marca comercial. Todos los discursos de un político, cuando no son improvisados (aunque en política ya muy poco es improvisado), están confeccionados por comunicadores, igual que las comparecencias, las entrevistas, los artículos de opinión, las notas informativas y en general todo lo que forma parte del discurso, es decir, el qué, o lo que es lo mismo, lo que se presupone el principal valor de una propuesta política. De este modo, se suple la ausencia de fondo con un exceso de forma. Se impone el adorno, lo vistoso: lo visual.

Que se juegan mucho en los gestos es algo que tienen bien sabido los políticos. He visto en acción a auténticas fieras, con un control de la proxémica, la gestualidad y el uso del cuerpo como herramienta de lenguaje verdaderamente apabullante. Por eso me extraña que algunos todavía incurran en errores de principiantes, sobre todo cuando se trata de gigantes de la política, gente que ocupa u ocupó en su día puestos de gran responsabilidad y que conoce el valor de cada gesto. Es cierto que algunos son conscientes de la dimensión de dichos gestos, y los explotan convenientemente con afán provocativo.

En otros casos se trata de casualidades, de guiños de la suerte, que son convenientemente aprovechados por los periodistas, regalándonos estampas que son en sí mismas verdaderos poemas.

La retransmisión en directo de la agonía de Adolfo Suárez (aunque eso daría para un post: el inventor de esa nueva fórmula de difusión de la muerte incluso antes de que se produzca es un fiera, quiero conocerlo) y las exequias por el fallecimiento del ex presidente han dado para mucho. Se ha escrito y hablado hasta más allá de la saciedad de lo que su figura representó para la Transición, para la Historia reciente de España, para nuestro Estado democrático. A través de su figura se ha puesto en valor el carácter y la personalidad de los políticos de aquel tiempo, los que diseñaron nuestra Constitución a base de esfuerzo, conciliación, consenso y todos los lugares comunes que se les ocurran. En casi todos los casos, este ensalzamiento se contrapone a la imagen actual de nuestros políticos, vacíos de discurso, simples, mediocres. Hemos ido a peor, parecen señalar todas las tesis. Ya no hay políticos como los de antes. 

Pero los políticos deberían saber que, por más ríos de tinta que se derramen en la prensa, por más tertulias radiofónicas matutinas que los manoseen, la política, como reza el tópico, es cosa de gestos. Y en todo este mareante sobeo al que nos han sometido los medios durante dos semanas con la muerte de Adolfo Suárez (me ha pasado como con Mandela: creía que no moriría; creía que, de tanto nombrarlo, acabaría por resucitar como Lázaro), no he visto ningún testimonio tan lúcido y clarividente como el que nos regaló, como un fogonazo, la retransmisión del Solemne Funeral de Estado por Adolfo Suárez celebrado el día 1 en La Almudena.

Y es que cuando la comunicación los desasiste, cuando por un descuido el jefe de gabinete de turno desvía la vista, cuando no hay papeles en la mesa que guíen su discurso, los políticos son como niños.


Resabio

Es inevitable: el tiempo acaba volviéndote resabiado. Por más que uno se deje arropar por el embuste, el espejo siempre viene a estamparte contra tu conciencia, y ahí no hay no cabe la impostura. A lo que ayer te deslumbró hoy le ves las costuras, y resultan vulgares, obvias, demasiado evidentes; ¿cómo no las viste antes?

Uno acumula lecturas, películas, viajes, experiencia, y la conmoción cada vez resulta más inusual. Especialmente en la lectura, me he vuelto algo indolente, y también en el cine, con una testarudez que huele a viejo.

En sus últimos años, mi suegro, que había visto mucho cine, que había visto centenares de películas, que se conocía al dedillo la mayor parte de los westerns de John Ford, acabó consumiendo exclusivamente películas de Van Damme y Steven Seagal. Quería acción, nada de adornos, tramas básicas, directas, planas, sin enrevesamiento. Su gusto se había limado de aristas, pero en cierto modo, también, se había vuelto exigente: quería que le sirvieran, limpio de adornos, entretenimiento puro y duro.
La madurez nos vuelve impermeables, ariscos, difíciles de contentar cuando nos cambian algún ingrediente o incluso nos mueven el plato de sitio. Pero a la vez tenemos mucho más claros cuáles son los platos que de verdad nos alegran las papilas: el gusto, a fuerza de experiencia, se nos ha educado, y estamos mejor preparados para reconocer qué elementos sobran en la comanda.

En comunicación me ocurre algo parecido a, por ejemplo, lo que me sucede con los libros o el cine. Por mucho que me digan que Gravity es una obra maestra, por mucho que la atiborren de Óscars, nadie va a quitarme de la cabeza que es un dechado de mediocridad. Si cojo un libro de Dan Brown, antes de que se me caiga de las manos, lo único noble que consigo supurar es ironía. Por más que abran franquicias de Sureña, nadie va a conseguir que afirme que tomar una cerveza en esos establecimientos es una experiencia digna. Aunque Bertín Osborne siga anunciando Navidul (o más bien precisamente por eso), antes preferiría zamparme un bocadillo de chopped que comprar uno de los jamones sintéticos de esa firma.

Así me pasa con la comunicación. Especialmente me ocurre con los virales. Algunos resultan tan perfectos, tan cuidados, tan in, que con sólo verlos se me enciende el interruptor de la sospecha. Me parecen audiovisuales de cartón piedra, sin pizca de autenticidad. Es lo que me pasó hace unos días con el viral del primer beso. Por dios, ¿es que no se ve venir a kilómetros que es un camelo?

Pero no es algo que me pase sólo con los virales. Me ocurre en general con muchas campañas. Impecablemente ejecutadas, formalmente perfectas, pero vacías. Puro barroco: altares majestuosos pero huecos por dentro, sin mensaje, sin contenido, sin verdadero pellizco.

Quizá el problema es mío. ¿Es que realmente deberían conmoverme anuncios como los de Estrella Damm, donde venden ese empalagoso mediterráneo de postal, y todo está compuesto a base de toneladas de almíbar buenrollista?

¿Es que debería sentir emoción, en Navidad, al ver anuncios como el de Campofrío, con todo ese tinglado de película berlanguiana que vende el ridículo chauvinismo de ser español empaquetado con celofán de babosa complaciencia?

Es lo que tiene el resabio: que te vuelve un cascarrabias. En contrapartida, también hay cosas buenas: uno aprende a reconocer la autenticidad cuando se topa inesperadamente con ella. Y descubre que detrás de la autenticidad, muchas veces, no hay ni siquiera oficio, sino más bien genio, talento sin pulir. Entonces uno cae rendido, y se vuelve espiritual, y se reconcilia con los valores humanistas de la comunicación y comprende que, si seguimos en esto de la comunicación, no es sólo por la compensación nutritiva (que también), ni por el reconocimiento (eso sí que no), ni porque realmente no sabemos hacer otra cosa. Es, sobre todo y únicamente, porque sin comunicar no seríamos nada. Porque, como dicen aquí mucho mejor, la comunicación es como el amor. Porque amamos la comunicación.