Un libro no es solo un libro
A mis hijos Jesús y Miguel, que son lo que más quiero en el mundo.
Un libro es la tierra prometida. Es el verano y la playa, una toalla y una puesta de sol. Un libro es una conversación inteligente y ese lugar al que siempre regresas con tu mejor amigo. Es cada noche después del trabajo y tu compañera desnuda en la cama, que también lee un libro. Un libro son las mejores vacaciones que nunca pasaste en tu vida, la biblioteca que te legó tu padre, y una estantería repleta de volúmenes en permanente desorden. Un libro es una colección huérfana de libros que perdiste por dejarlos y por tonto, son tus lecturas, y tus ganas de crear, el papel que huele a libro, y el papel que te hace estornudar cuando es un libro viejo. Un libro son las vidas de otras personas y es también tu vida. Es lo que te gustaría escribir, lo que siempre pensaste y lo que nunca has pensado, un descubrimiento y una confirmación. Un libro es una lección de estilo y es ser muy hombre, un libro puede valer un polvo y a veces es mejor que un polvo. Es el primer sueño, y lo que te hace perder el sueño. Una trama con personajes o unos personajes sin trama, una acción que pasa dentro o fuera de los protagonistas que la viven, y que pasa siempre dentro de ti y a veces también fuera. Un libro es ritmo, siempre ritmo, tu-ta, tu-tu-tu-ta, y es tu mejor compañero de baile. Es el tango que te gustaría saber bailar para impresionar a una mujer, y el partido decisivo que te gustaría haber jugado con tu equipo, con el estadio hasta arriba y toda la afición coreando tu nombre. Un libro es una juerga de muy padre y señor mío, una borrachera de narices y una resaca de mil demonios. Es la razón por la que eres periodista, o por la que querías serlo, y quizás algún día sea también la única razón por la que seguir viviendo. Es la compañía y al mismo tiempo la soledad, son voces y silencios, y un beso en los labios, en cualquiera de ellos. Un libro es todo el erotismo, y es una mujer que se te ofrece, para que la poseas sin remilgos. Un libro son sus páginas dobladas por ti, o no, sus frases subrayadas por ti, o no, y tus anotaciones, o no. Un libro es lo que tú quieres que sea, y lo que tú quieras, bien estará. Un libro es el primer regalo cuando no sabes bien qué regalar, y el último cuando ya lo sabes todo sobre ella. Un libro es la razón y la demencia, es el estudio y la obligación, y es el pasar de todo por leer un libro. Un libro puede ser un tocho y puede ser un suspiro, y también puede ser ambas cosas cuando lo escribe Víctor Hugo. Un libro es Cervantes, y Oscar Wilde, y Stendhal, y Dashiell Hammett, y García Márquez, y Vargas Llosa, y Tom Wolfe, y Tomas Mann, y Sábato, y Sampedro, y Delibes, y Balzac, y Dumas, y Tolstoi, y Philip Roth y ese tío que firma como Benjamin Black y que no vas a mirar su nombre en Internet porque con cuarenta ya no tienes necesidad de aparentar lo que no sabes, y además te importa un bledo. Un libro es tu socio y amigo del alma Daniel Ruiz. Un libro son los autores que te hicieron felices en un verano en la playa, pero también en una primavera en el parque, tumbado sobre el vientre de tu amada. Un libro es calor y es fresco, es humedad y tibieza, y huele a mar, o a césped, y al perfume de ella. Un libro es una caricia en el pelo, y una voz que te susurra al oído cosas que no importan porque lo que importa o es el libro o es ella. Un libro es una hemorragia de palabras que solo cicatriza cuando lo lees, y que a veces no se cierra nunca, y es el tratamiento a la patología de leer, que es un tumor benigno y sin cura. Un libro es un paseo y son los paseos de libros que has leído, un patio con una fuente y un alcázar de ideas sin murallas. Un libro es prosa y es verso, para mí más prosa que verso, y mejor si es prosa dura y es rock & roll, una novela gamberra y desgreñada, con tías que calzan tacones, gastan vaqueros ajustados, y te ponen a cien cuando enseñan el comienzo de sus tetas. Un libro es una hermandad, la hermandad de los que leen, que no es una hermandad de penitencia, sino de placer, el placer de leer para creer y también de leer para descreer. Un libro es una oportunidad de callarse, y de no meter la pata en el face, una vacuna contra la tentación de querer opinar de todo, y de saber de todo, y de exhibirlo todo, un antídoto contra el cotilleo, y el wassap y otras formas necias de perder el tiempo.
Un libro es tu tiempo, y tus tiempos se miden por libros. Un libro es tu infancia, son Los cinco y Asterix, los Tres detectives y el Lazarillo de Tormes, las historietas de Agatha Chistie y Arthur Conan Doyle. Un libro son tus primeras erecciones y el descubrimiento de la palabra adulterio, y la primera introspección seria de tu adolescencia, y el protagonista de Rojo y Negro en el que tantas cosas tuyas viste, y que en realidad estaban -y están- en ti, porque son rasgos universales de la condición humana, aunque tú entonces no lo sabías. Un libro son tus dieciocho años y es una excusa tan buena como otra cualquiera para acercarte a la tía que te gusta y para tratar de metértela en el bote y en la cama. Un libro es un descapotable contigo dentro, un invento que te hace sentir James Bond y el rey del mambo, o un intelectual del copón, Humprey Bogart con gabardina y Paul Newman jugando al billar. Un libro es la pera y eres tú sintiéndote como tal. Un libro es tu madurez y las ganas de parar en casa, en noches de viernes tranquilas y redescubiertas, y tardes de domingo de no hacer nada salvo leer y leer. Un libro son tus hijos y las lecturas que hiciste con ellos cuando aprendieron a leer, y cuando se iban a la cama, y cuando no se iban pero tú querías que se fueran. Un libro eres tú ahora con tus hijos, por qué no dejas la tele y lees un poco, por qué no coges un libro y así te aburres menos, por qué no serás menos plasta con los libros, si tu padre fue igual de pesado y tú no te pusiste a leer hasta que no te dio la gana. Un libro es tu hoy, y esperas que sea tu mañana, cuando cada día se parezca más a un tiempo que se agota, a una vela a punto de apagarse, a un libro a punto de llegar a su fin. Un libro quizá sea entonces nostalgia más que esperanza, y tristeza más que alegría, y derrota más que victoria. Pero, si es una derrota, un libro es siempre una derrota con clase y con grandeza, un acontecimiento en tu vida que te hace más digno, y más justo, y más libre. Un libro es y será siempre la libertad de tu alma y un hombre con un libro es y será siempre un hombre libre. Un libro son miles de momentos de tu vida que quizás no te han hecho ni más sabio, ni más culto ni más poderoso (a lo peor ni te han hecho ligar más), pero que te han permitido conocerte mejor y ser mucho más como tú eres. Un libro no es lo que tus hermanos, o tus amigos, o tus colegas de trabajo piensan de ti. Un libro es lo que tú piensas de ti mismo. Un libro eres tú y si no has leído muchos libros es que nunca has pensado mucho sobre ti y quizá sobre nada. Un libro son solo palabras y mucho más que palabras. Un libro es tu palabra. Y bien sabido es que un hombre vale, lo que vale su palabra
A mis hijos Jesús y Miguel, que son lo que más quiero en el mundo.
Un libro es la tierra prometida. Es el verano y la playa, una toalla y una puesta de sol. Un libro es una conversación inteligente y ese lugar al que siempre regresas con tu mejor amigo. Es cada noche después del trabajo y tu compañera desnuda en la cama, que también lee un libro. Un libro son las mejores vacaciones que nunca pasaste en tu vida, la biblioteca que te legó tu padre, y una estantería repleta de volúmenes en permanente desorden. Un libro es una colección huérfana de libros que perdiste por dejarlos y por tonto, son tus lecturas, y tus ganas de crear, el papel que huele a libro, y el papel que te hace estornudar cuando es un libro viejo. Un libro son las vidas de otras personas y es también tu vida. Es lo que te gustaría escribir, lo que siempre pensaste y lo que nunca has pensado, un descubrimiento y una confirmación. Un libro es una lección de estilo y es ser muy hombre, un libro puede valer un polvo y a veces es mejor que un polvo. Es el primer sueño, y lo que te hace perder el sueño. Una trama con personajes o unos personajes sin trama, una acción que pasa dentro o fuera de los protagonistas que la viven, y que pasa siempre dentro de ti y a veces también fuera. Un libro es ritmo, siempre ritmo, tu-ta, tu-tu-tu-ta, y es tu mejor compañero de baile. Es el tango que te gustaría saber bailar para impresionar a una mujer, y el partido decisivo que te gustaría haber jugado con tu equipo, con el estadio hasta arriba y toda la afición coreando tu nombre. Un libro es una juerga de muy padre y señor mío, una borrachera de narices y una resaca de mil demonios. Es la razón por la que eres periodista, o por la que querías serlo, y quizás algún día sea también la única razón por la que seguir viviendo. Es la compañía y al mismo tiempo la soledad, son voces y silencios, y un beso en los labios, en cualquiera de ellos. Un libro es todo el erotismo, y es una mujer que se te ofrece, para que la poseas sin remilgos. Un libro son sus páginas dobladas por ti, o no, sus frases subrayadas por ti, o no, y tus anotaciones, o no. Un libro es lo que tú quieres que sea, y lo que tú quieras, bien estará. Un libro es el primer regalo cuando no sabes bien qué regalar, y el último cuando ya lo sabes todo sobre ella. Un libro es la razón y la demencia, es el estudio y la obligación, y es el pasar de todo por leer un libro. Un libro puede ser un tocho y puede ser un suspiro, y también puede ser ambas cosas cuando lo escribe Víctor Hugo. Un libro es Cervantes, y Oscar Wilde, y Stendhal, y Dashiell Hammett, y García Márquez, y Vargas Llosa, y Tom Wolfe, y Tomas Mann, y Sábato, y Sampedro, y Delibes, y Balzac, y Dumas, y Tolstoi, y Philip Roth y ese tío que firma como Benjamin Black y que no vas a mirar su nombre en Internet porque con cuarenta ya no tienes necesidad de aparentar lo que no sabes, y además te importa un bledo. Un libro es tu socio y amigo del alma Daniel Ruiz. Un libro son los autores que te hicieron felices en un verano en la playa, pero también en una primavera en el parque, tumbado sobre el vientre de tu amada. Un libro es calor y es fresco, es humedad y tibieza, y huele a mar, o a césped, y al perfume de ella. Un libro es una caricia en el pelo, y una voz que te susurra al oído cosas que no importan porque lo que importa o es el libro o es ella. Un libro es una hemorragia de palabras que solo cicatriza cuando lo lees, y que a veces no se cierra nunca, y es el tratamiento a la patología de leer, que es un tumor benigno y sin cura. Un libro es un paseo y son los paseos de libros que has leído, un patio con una fuente y un alcázar de ideas sin murallas. Un libro es prosa y es verso, para mí más prosa que verso, y mejor si es prosa dura y es rock & roll, una novela gamberra y desgreñada, con tías que calzan tacones, gastan vaqueros ajustados, y te ponen a cien cuando enseñan el comienzo de sus tetas. Un libro es una hermandad, la hermandad de los que leen, que no es una hermandad de penitencia, sino de placer, el placer de leer para creer y también de leer para descreer. Un libro es una oportunidad de callarse, y de no meter la pata en el face, una vacuna contra la tentación de querer opinar de todo, y de saber de todo, y de exhibirlo todo, un antídoto contra el cotilleo, y el wassap y otras formas necias de perder el tiempo.
Un libro es tu tiempo, y tus tiempos se miden por libros. Un libro es tu infancia, son Los cinco y Asterix, los Tres detectives y el Lazarillo de Tormes, las historietas de Agatha Chistie y Arthur Conan Doyle. Un libro son tus primeras erecciones y el descubrimiento de la palabra adulterio, y la primera introspección seria de tu adolescencia, y el protagonista de Rojo y Negro en el que tantas cosas tuyas viste, y que en realidad estaban -y están- en ti, porque son rasgos universales de la condición humana, aunque tú entonces no lo sabías. Un libro son tus dieciocho años y es una excusa tan buena como otra cualquiera para acercarte a la tía que te gusta y para tratar de metértela en el bote y en la cama. Un libro es un descapotable contigo dentro, un invento que te hace sentir James Bond y el rey del mambo, o un intelectual del copón, Humprey Bogart con gabardina y Paul Newman jugando al billar. Un libro es la pera y eres tú sintiéndote como tal. Un libro es tu madurez y las ganas de parar en casa, en noches de viernes tranquilas y redescubiertas, y tardes de domingo de no hacer nada salvo leer y leer. Un libro son tus hijos y las lecturas que hiciste con ellos cuando aprendieron a leer, y cuando se iban a la cama, y cuando no se iban pero tú querías que se fueran. Un libro eres tú ahora con tus hijos, por qué no dejas la tele y lees un poco, por qué no coges un libro y así te aburres menos, por qué no serás menos plasta con los libros, si tu padre fue igual de pesado y tú no te pusiste a leer hasta que no te dio la gana. Un libro es tu hoy, y esperas que sea tu mañana, cuando cada día se parezca más a un tiempo que se agota, a una vela a punto de apagarse, a un libro a punto de llegar a su fin. Un libro quizá sea entonces nostalgia más que esperanza, y tristeza más que alegría, y derrota más que victoria. Pero, si es una derrota, un libro es siempre una derrota con clase y con grandeza, un acontecimiento en tu vida que te hace más digno, y más justo, y más libre. Un libro es y será siempre la libertad de tu alma y un hombre con un libro es y será siempre un hombre libre. Un libro son miles de momentos de tu vida que quizás no te han hecho ni más sabio, ni más culto ni más poderoso (a lo peor ni te han hecho ligar más), pero que te han permitido conocerte mejor y ser mucho más como tú eres. Un libro no es lo que tus hermanos, o tus amigos, o tus colegas de trabajo piensan de ti. Un libro es lo que tú piensas de ti mismo. Un libro eres tú y si no has leído muchos libros es que nunca has pensado mucho sobre ti y quizá sobre nada. Un libro son solo palabras y mucho más que palabras. Un libro es tu palabra. Y bien sabido es que un hombre vale, lo que vale su palabra
Hotel Daniel (Viena): Comunicación con carácter
No es el hotel que más me ha gustado de todos en los que me he alojado. Ni siquiera en el que he sido más feliz. Y ni mucho menos ha sido el hotel en que, ejem, mejor me lo he pasado. No es el hotel más cool que he conocido, ni el más sexy (sí, definitivamente los hoteles pueden ser sexys, e incluso sutilmente eróticos). Y tampoco ha sido el más lujoso.
>Sin embargo, el Hotel Daniel, de Viena, es con toda seguridad el hotel que más me ha impresionado, en el que me he sentido más empequeñecido, incluso, más acomplejado, más consciente de las limitaciones de lo que hago y al tiempo más lúcido de la orientación que debe tener mi trabajo.
Quiero decir en efecto que este hotel es uno de los sitios en los que mejor he visto, aunque visto no sea la palabra, de qué va esto de la comunicación y la gestión de la marca cuando alcanzan cotas de perfección muy elevadas, aunque perfección tampoco sea la palabra,porque la comunicación es por naturaleza imperfecta, y si es perfecta entonces es que es un molde, una repetición, y no vale nada.
Decía en la segunda entrada de este blog que cuando la comunicación es de verdad, es como el amor, y está en el aire, no es un atributo imputable a una cosa concreta, ni a la página web, ni a la publicidad, ni a la presencia en medios, ni al diseño, ni a la comunicación comercial, ni al uso de la marca. Cuando es de verdad, la comunicación es un todo homogéneo al tiempo sutil y perceptible, que ves sin tener que fijarte en nada concreto, que a veces se huele, se toca, se oye, incluso se respira, y, si no lo notas, es que tienes acorchados los sentidos y el entendimiento.
En el Hotel Daniel de Viena, que vuelvo a decir que no es exactamente el más afín a mis gustos ni a mi sensibilidad, ni a mi perfil de turista (porque sí, yo soy un turista, no un viajero, y tampoco me voy a avergonzar por ello), la comunicación es un todo homogéneo, y es la sangre que da vida al cerebro y a los brazos y al corazón y a las puntas de los dedos, es una savia que lo nutre todo, y lo define todo: el modo en que eres atendido, el interiorismo, el precio y las ofertas, los contenidos de su web y de su blog, la autodefinición del hotel, las fotos publicadas sobre él, el vestuario de los empleados, el checking, cada detalle del hotel y sobre todo cada pilar que sostiene la estructura conceptual de su marca.
Reformado a partir de un edificio de 1962 declarado de interés histórico artístico por ser el primer edificio de Austria construido en el entonces revolucionario estilo de muro cortina, el hotel se proyecta al mercado con los conceptos de “smart luxury“, “lujo inteligente”, “libertad”, “actualidad”, y “nuevos estilos de vida”, en franca oposición a la opulencia, sobreatención, y exceso de formalidad (incluso de servilismo) del lujo hotelero tradicionalmente entendido.
El Hotel Daniel es, por hablar en plata, como la casa en la que te gustaría quedarte en Viena si tuvieras unos amigos que vivieran allí y que te invitaran a alojarte en su hogar. Y alrededor de ese espíritu joven e informal, pero elegante y (co)medidamente alternativo, se construye la diferencia de un hotel en el que, por empezar a dar detalles concretos, nadie está uniformado, todos los trabajadores llevan ropa de calle, y la recepción como tal no existe, sino que está (casi) integrada dentro de un amplio espacio común para el disfrute y la convivencia.
Un hotel con una caravana aparcada en la puerta, que es caravana, habitación y seña de identidad, como el barco –sí, un barco- que asoma en lo alto del edificio, casi a punto de caerse (sí, eso es lo que parece).
Un hotel con unos precios más que contenidos y donde los empleados son más bien como tus anfitriones, unos amigos enrollados que intentan que estés cómodo, pero, sin pasarse, porque, oye, chico, después de todo has venido aquí porque has querido, y además hay confianza, así que tú mismo.
Definitivamente, alojarse aquí no es como alojarse en Downton Abbey, no cuentes con un mayordomo esperándote en la puerta por si se te han desabrochado los cordones del zapato.
Esto es un hotel del siglo XXI, o más bien de un siglo XXI muy avanzado, pensado para huéspedes que se sienten un poco incomodados por la sobreatención, y que valoran otras cosas.
Cosas como por ejemplo alojarse en un hotel que está en todo el meollo y fantásticamente comunicado, aunque sin toparte con la catedral al caer de la cama, y donde los espacios no sólo son confortables, sino que tienen algo más, diseño por supuesto, pero también alma.
Cosas como que en el salón haya un sofá -al que la han quitado las patas- colgado del techo por una cuerda para que puedas balancearte, o que tu habitación con vistas al Belvedere tenga una hamaca, o que el hotel tenga una panadería propia (¡una panadería propia!) para que desayunes como dios mientras el sol entra por el enorme ventanal de la planta baja, comiendo todo tipo de panes o de bollería recién hecha, que puedes rellenar con lo que tú quieras, por ejemplo con queso fresco y salmón ahumado, ay, qué barbaridad de salmón ahumado, y además fruta del día, y huevos, y hasta las tartas caseras de la vecina del hotel, de la que te enseñan su foto, y que es una señora adorable que sólo hace tartas para los invitados del hotel, que en cierta forma son los suyos.
Cuando me alojé allí en la navidad del año 2012, todo era coherente, todo respondía a un concepto, y todo tenía también detrás una historia, una historia siempre sugerente, cautivadora, contada con un gusto exquisito, como la historia de la vecina que traía cada día sus tartas.
Una historia incluso para cada objeto de merchandising, para cada artículo que tenían en venta, y puedo dar fe de lo mucho que me costó no llevarme una camisa blanca que, más que venderte, te la contaban, porque una camisa se puede contar, como se cuenta una historia, sobre todo cuando es una camisa con una historia.
Las tres o cuatro noches que me alojé allí no pude encontrar ninguna disonancia en todo aquel discurso, ni en el contenido del mensaje ni en la forma, ni siquiera tampoco en la realidad que le servía de base.
Recuerdo por ejemplo que la tarde del día 1 de enero, el servicio de habitaciones se retrasó y cuando quisieron entrar a arreglar la nuestra (hasta en dos ocasiones) no pudieron hacerlo, porque nosotros estábamos descansando (o, en fin, entretenidos en otros menesteres, no recuerdo bien).
Al hacer el ckecking out, y sin que mediara reclamación alguna por nuestra parte, después incluso de expresar nuestra satisfacción por la estancia, nos pidieron disculpas por ese error y nos explicaron que, para compensarlo, nos habían descontando de la factura el desayuno.
Entonces comprendí definitivamente que aquel hotel era lo que contaba, y contaba lo que era, y que ese es en efecto el verdadero poder de la comunicación, que no es el poder de que todo parezca más de lo que es, sino el poder de que todo sea en efecto lo que queremos que parezca.
El poder de moldear la realidad para que sea como queremos contarla y de lograr que incluso los objetos cuenten cosas.
El poder de que detrás de cada balance y cada cuenta de resultados haya una historia vivida y compartida con pasión.
El poder de que una marca no sea un logotipo, sino una cultura corporativa.
El poder, en resumen, de que las empresas tengan carácter.
Lo que quiero
Prometí hablar de lo que quiero.
Y lo voy a hacer a mi modo. Como dije que había que hacerlo: cada uno a su manera.
Y mi modo es el caos. Mezclarlo todo: familia y viajes, trabajo y afectos.
Porque la vida es eso: amasijo y confusión.
Y así es también lo que quiero: un terrible alboroto de deseos.
Quiero muchas cosas, y por empezar por las más concretas, quiero ir a Praga por fin de año, y que me den las doce en un restaurante de la Isla de Kampa que tiene vistas al río Moldava.
Quiero conocer alguna vez la primavera de la Toscana, y de la Provenza, y alojarme en un hotel de Berlín en un diciembre nevado.
Quiero volver a Venecia, y volver a pasear de noche por el Cannaregio, sintiéndome insólitamente confortado por la oscuridad y el silencio.
Quiero llevarme a mis hijos a Londres, y subirlos a la noria, y llevarlos a los parques, y al zoo, y quiero verlos entenderse en inglés mucho mejor que yo.
Quiero darle una segunda oportunidad a Nueva York, o más bien que Nueva York me la dé a mí, y quiero desayunar ostras en el Balthazar, como me contó un amigo que fue, y no se comió las ostras, pero es como si se las hubiese comido.
Quiero que sea verano, e ir a pasear por la playa, y quiero pasar tardes enteras leyendo tumbado en la arena, con una toalla enrollada debajo de la cabeza para estar más cómodo, en silencio, sin palabras que no hacen falta, porque están en los libros que leo.
Quiero seguir leyendo ocho, diez, doce o catorce libros cada verano, y descubrir autores que no conozco, y que leo sin informarme antes de ellos, y que después a veces olvido, porque, para mí, la literatura es antes placer que cultura, y, si no es placer, es leer Amor y Pedagogía de Unamuno con catorce años, o sea, un castigo.
Quiero ganar nuevos clientes, y sobre todo quiero ganar nuevos clientes que sean importantes en mi vida, y que puedan crecer conmigo y yo con ellos.
Quiero desarrollar líneas de negocio que nos diferencien, y que respondan a necesidades bien valoradas (y pagadas) por las empresas.
Quiero que mis clientes me quieran, y sobre todo quiero que mis hijos me quieran, ahora y dentro de unos años, cuando se hagan adolescentes, y cuando se vayan de casa, y cuando se líen o se deslíen o hagan lo que tengan que hacer para ser felices. Y siempre, o sea.
Quiero verlos crecer en casa y quiero arreglar mi casa, que ya es hora, siete años viviendo ahí y todavía las bombillas en el techo.
Quiero invitar a los amigos que aún no he invitado y quiero volver a cenar con los que ya han venido, y llegar al momento de la exaltación de la amistad y no poder querernos más de lo que nos queremos, y acabar a las tantas, después de habernos bebido la última gota de la última botella que ni siquiera recordábamos que teníamos.
Quiero comprarme una caja de un vino de Cádiz que quita el sentío y también los prejuicios sobre los tintos andaluces, y quiero beber champán, para celebrar los éxitos y sobre todo los fracasos, y comer queso, para celebrar cualquier cosa, incluso cuando no haya nada que celebrar.
Quiero seguir yendo a comprar queso a Villa Real de San Antonio y merendar allí por la tarde, tomando una tostada de pan de masa de madre hecha muy lenta a la brasa.
Quiero volver a pasar otra noche desbordante (y desbordada) de deseo en Lisboa. Sí, uff, eso, lo quiero de verdad.
Y quiero ir a Madrid, al hotel que dirige Xavi Vega, y contarle que mi padre también fue director de hotel, y que por eso, para mí, los hoteles nunca son de paso (hay gente que pasa por los hoteles como el que coge un autobús, me dijo una vez).
Quiero preocuparme solo lo necesario, y relajarme, y disfrutar del invierno porque es invierno y del verano porque es verano, y del otoño y de la primavera, que en Sevilla son un mismo tiempo, el tiempo de ir al Rincón de Juan, y tomarse la mejor cerveza del mundo.
Quiero seguir perdiendo peso sin dejar de disfrutar de la comida y sin arrepentirme de uno solo de los kilos que gané.
Quiero seguir mirando al futuro sin lamentarme de nada por el pasado, sin pensar en él siquiera, y sin ponerme demasiado trascendente, con ese punto de inconsciencia tan necesario para ser feliz.
Quiero defender mi tesis, y ser doctor, y darle un abrazo a mi director, y decirle que él me vio cuando nadie me veía, y que gracias.
Quiero hablar inglés de verdad y sin miedo, y quiero dar las gracias, también de verdad y también sin miedo.
Quiero dar las gracias más veces y a más gente, y dárselas otra vez a todos -y todas- a los que ya se las he dado, a toda la gente importante en mi vida, y especialmente a Ella, que por algo la pongo en mayúsculas, es el centro y poco más tengo que decir.
Quiero escribir muchos correos electrónicos, y cartas, y artículos, y guiones de vídeos, y discursos, y planes, y propuestas comerciales y todo aquello que quizás mañana sea basura (o basura electrónica) pero que hoy es mi ocupación y mi pan.
Quiero escribir para mí mismo y para los demás, y quiero seguir escribiendo este blog, y estar motivado para ello.
Quiero también escribir una novela, quiero intentarlo al menos, y contar algo que me salga de dentro, porque de otra forma no sé.
Quiero que cada minuto de mi vida cuente, y que mis palabras sirvan para crear y emocionar, y no para hacer daño.
Quiero aprender más cosas y desaprender las que he hecho rutina, y quiero verlo todo bajo una luz nueva y optimista.
Quiero vivir.
Y sobre todo, en este momento, lo que más quiero, lo que quiero con toda mi alma, es que mi padre viva.
Que viva con buena calidad de vida. Y que viva mucho tiempo, si es posible hasta alcanzar los cien años, que es un número redondo, un número señor y centenario, un número muy de mi padre, con dos ceros como dos soles.
Eso, básicamente, es lo que quiero.
Los deseos que se cuentan, se cumplen
Los deseos, si se cuentan, no se cumplen. Es lo que nos decían de pequeños, ¿os acordáis?
Apagábamos las velas del cumpleaños, y alguien nos susurraba al oído: piensa un deseo, pero no lo digas, que, si no, no se te concederá.
O nos quitaban una pestaña de la mejilla, y el mismo rollo: rápido, un deseo, pero chiissst, no lo cuentes.
A mí aquello me fastidiaba una barbaridad, porque eso era como saberte un tema, y luego que el profesor no te lo preguntara: una verdadera mala suerte.
Ahora todo ese secretismo no sólo lo veo como un fastidio, sino que me ha acabado pareciendo una de las peores patrañas que nos cuentan en la infancia.
>Como la del ratoncito Pérez: figuraos, un ratón trepando por nuestra cama y colándose debajo de la almohada...
Por supuesto que hay que contar los deseos, y no sólo contarlos, sino que hay que ponerlos por escrito, siempre que se pueda.
Y por varias razones.
La primera, porque si lo pones por escrito, no se te olvida y además no tienes la excusa de que se te ha olvidado.
La segunda, porque lo escrito, escrito queda, y te estimula, o te reta, o simplemente te toca el amor propio, y dices, ¡cómo!, esto tengo que lograrlo, o aquí el vecino se va a poner muy contento.
La tercera, porque, si después no lo logras, tampoco pasa nada, porque lo has intentado, y lo chusco y deprimente, y de cobardes, es no intentarlo.
La cuarta es que, si compartimos lo que queremos hacer, seguramente podremos comprometer a la gente para que nos ayude a lograrlo.
Y la quinta, y más importante, es que, por eso mismo, porque solos podemos muy poco y necesitamos de los demás, los deseos que se cuentan se cumplen más.
Pero hay una sexta razón, que también cuenta, y más en un blog como este, que se llama el placer es mío. Esta sexta y poderosa razón es que contar los planes resulta una gozada.
Cuando cuentas las cosas que quieres hacer, el placer es doble: el placer de planearlo y el placer de hacerlo.
A día de hoy, aún no sé con cuál de los dos es con el que disfruto más: si planificando un viaje, o viajando. Si pensando a qué restaurante voy a ir, o cenando en el que he elegido.
Y además si lo haces así, si cuentas lo que vas a hacer y luego lo haces, aún te queda entonces un tercer placer, que es el placer de contar que lo has hecho.
Y decir, como aquel del Equipo A: me encanta que los planes salgan bien.
Por eso, las empresas, como las personas, tienen que contar lo quieren hacer, y cómo quieren hacerlo.
Y a esto se le puede llamar visión, se le puede llamar misión, se le puede llamar plan estratégico o se le puede llamar como nos salga de la punta de la pluma.
El nombre es lo de menos, lo importante es compartir lo que queremos hacer, y si es posible contándolo de una manera inspiradora, diferente, poco protocolizada y menos transferible.
Nuestra visión, nuestro discurso, o como lo llamemos, tiene que ser principalmente eso: nuestro.
>Si vale para el vecino de enfrente igual que para ti, entonces es que es una birria.
Así que mejor tirar de las tripas que del manual de una escuela de negocio.
Más serio o más gamberro, más provocativo o más comedido, más prudente o más arriesgado. Pero hazlo y que sea tuyo.
Tu palabra y tu declaración de intenciones. Nada más y nada menos.
En la próxima entrada del blog, la mía. Lo que me propongo hacer. Lo que yo quiero.
La comunicación es como el amor
La comunicación no está en las notas de prensa, ni en los manuales de estilo comercial, ni en el diseño, ni en las marcas, ni en las redes sociales, ni en los portales del empleado, la comunicación no está en ninguna de esas cosas y está en todas ellas, la comunicación está en la coherencia, y está en el modo de llevar las finanzas, y los asuntos jurídicos, y los recursos humanos, y las relaciones con los clientes, y el acceso a las administraciones, y hasta en la corbata del director general, claro que sí, la comunicación está en los detalles, por supuesto, pero sobre todo está en el fondo, en cómo quieres contar tu empresa y en cómo quieres que tu empresa sea.
La comunicación no se puede hacer a medias, como no se puede amar a medias, sin fajarse y sudar, y si lo haces allá tú. La comunicación no es de centro, no es descafeinado con leche, no es tinto con casera ni queso de mezcla, la comunicación es una opción, pero es una opción radical, que exige compromiso y paciencia, pero que te devuelve con creces lo que entregas, aunque es verdad que entregas mucho y a veces te gustaría mandarla a tomar viento. La comunicación es café solo, y es un tinto que la primera vez que lo tomas ya no lo olvidas nunca, y es un parmesano, y un chocolate negro con un punto de sal. La comunicación se hace de verdad o no se hace, la comunicación tiene que dejar huella, y si no la deja, solo mancha, y es una mierda.
Por eso, hacer comunicación es una forma de hacer empresa, y si haces comunicación, no por hacerla, sino porque crees de verdad en ella, no puedes pasar el carrito del desayuno por las mañanas para que los trabajadores continúen en su puesto de trabajo sin levantar la vista del ordenador, ni puedes instaurar en la oficina medidas de régimen carcelario, ni puedes tratar a tus clientes como si fueran ganado, ni saltarte premeditadamente la ley, ni machacar a tus proveedores, ni informar sin responder, ni responder sin estar dispuesto a escuchar de verdad, y a dejarte influir, incluso a dejarte cambiar por quienes forman parte de tu entorno. Si practicas la comunicación no puedes tomar decisiones sin antes plantearte cómo afectarán a la marca y a la reputación de tu empresa, además de a su rentabilidad y volumen de negocio.
Cuando es de verdad, la comunicación lo abarca todo, y lo transforma todo si es preciso. La comunicación previene fuegos, más que los apaga, porque los fuegos dejan hectáreas calcinadas, y las crisis de reputación, marcas arrasadas, y la mayoría de las veces esos fuegos (de los bosques y de las marcas) se producen porque se fue imprudente, porque nunca se pensó en las consecuencias, porque nuestro ecosistema nos importó un carajo cuando hicimos lo que hicimos, y nadie pensó más allá, nadie pensó en el medio ambiente, nadie pensó en la reputación, ni en los medios, ni en los consumidores, ni en los grupos de interés, y, si alguien lo hizo, lo pensó, lo previó incluso y se la trajo floja, no merece estar en esa empresa, ni en ninguna.
>La comunicación no puede estar confinada en una habitación, ni en un departamento, la comunicación en una organización tiene que estar en todas partes, y sobre todo en el aire,pero no es humo, porque el humo a veces es tóxico, y ensucia el ambiente, y enturbia los ojos, y contamina los pulmones, y mata, y cuando es inocuo, entonces es que es una tontería, que viene de tonto, es solo efectista, y no tiene efecto, y la comunicación es lo contrario, su efecto y su presencia es tan imponente que se aprecia sin verla, se percibe sin tocarla, aunque muchas veces se ve, y se toca, y se huele, y se oye, y hasta se cata, porque la comunicación está en la razón, pero también está en los sentidos, y en las emociones, y es por eso que llegas a un sitio, y sabes de inmediato si ahí se cree en la comunicación, entras en su hogar digital, y lo detectas de un vistazo, no es que haya un sello de calidad en ningún sitio, ni ninguna soplapollez parecida, pero está ahí, es muy evidente, y se nota, y no hay más que hablar, esta gente hace comunicación.
La comunicación no tiene precio, no es cara ni barata, el precio lo pones tú, y tú decides cuánto, cuándo y cómo quieres alimentarla, porque a la comunicación, hay que cuidarla, y dedicarse a ella, la comunicación no es un calentón de un momento, ni un si te he visto no me acuerdo, la comunicación es un proceso, una continuidad, una línea en el tiempo, la comunicación no es un revolcón, sino que está llena de revolcones, y hay que buscarle los motivos para poder mordernos, y quitarnos la ropa a dentelladas, y quedarnos desnudos, temblando, mirándonos a los ojos. A la comunicación hay que echarle horas, y sobre todo ponerle actitud, e intención, hay que estar dispuesto a comunicar, como se está dispuesto a amar, preparado para ganar y a veces también para perder.
La comunicación es eso, victoria y derrota, a veces exalta y a veces desespera, pero nunca deja indiferente. La comunicación es pasión, y es lo que marca la diferencia, es la manzana de Apple, y el just do it de Nike, y la puerta pequeña de Imaginarium, y el discurso de Obama en New Hampshire, yes, we can, y este video de True Move H que no fue pensado para ser viral, pero fue viral, y nos hizo llorar a todos. La comunicación es el artículo que mi amigo Pacote (Pérez Valencia) le dedicó al viejo Pérez en Abc, y que no era sobre La Universidad Emocional, pero toda la Universidad Emocional se resumía en él. Es la carta que Luis Rey Romero recibió de su padre sobre los fines de su Colegio, el de San Francisco de Paula, y es la forma en la que Paco Ortiz cuenta la historia de su vida, y la de Xtraice, y cómo luego va su hijo, Adrián, y la mejora, y crea una nueva historia, y una nueva empresa.
La comunicación tiene método, pero no cabe en el método, porque es un poco salvaje, y cuanto más fresca y salvaje, mejor funciona. La comunicación es una ciencia, pero una ciencia con mucho arte, y a veces con mucha guasa, que nos hace querer ser modernos en Berlín, nos lleva de compras a Londres, y a pasar frío al puente de Brooklyn a las siete de la mañana de un mes de diciembre para ver un amanecer que has leído en un libro de Muñoz Molina. La comunicación perfecta es Nueva York, y Manhattan, que no es una isla, ni son rascacielos, ni es la Quinta Avenida, ni el Flatiron, ni el Chrysler, ni el Empire, ni el parque elevado de Chelsea, ni un desayuno a deshora (o sea, un brunch) en el Soho. Nueva York es una marca, son miles de películas y libros, cientos de miles de reportajes, revistas y portales de turismo y life style consagrados a ella, una historia que nos han contado y que nos hemos creído, y que además es verdad.
La comunicación, como el amor, no da de comer, y a veces no te deja comer, pero quienes comunican (y aman) nunca caminan solos.
La comunicación, más que una banda sonora, es un himno, y un estadio coreándolo.
Están ustedes invitados... el placer es mío
Aquí escribiré de placeres. Del placer incomparable de enfrentarse a la pantalla blanca del ordenador, y encontrar palabras para las ideas, e ideas para los propósitos. De buscar otras maneras de contar, o las mismas de siempre, y que emocionen, o convenzan, o rasguen, o ilusionen, o solo informen, y que sobre todo toquen a la puerta de la gente, y logren que alguien les abra. El placer de dedicarse a lo más esencial e indisociable de la naturaleza humana, que es comunicarse, escuchar y ser escuchado, que es tanto como querer y ser querido. El placer de trabajar para admirar y que te admiren, buscando el reconocimiento en cada tarea, como si te fuera el humor (y hasta el amor) en ello. El placer de que el trabajo sea algo tan personal y pasional, que cada día te exaspere y te conforte, te deprima y te levante, te genere euforia y consternación. Una profesión amable y áspera como la vida misma, cuajada de decepciones (exageradas), júbilos (insensatos), inseguridades (excesivas) y (algunas, pocas) certidumbres, sometida a igual enjuiciamiento por los que tienen criterio y por los que, sin tenerlo, opinan, valoran y deciden de igual modo. El placer casi sadomasoquista de ejercer un oficio sobre el que todo el mundo sabe, y opina, y tiene algo que decir.
Escribiré por tanto del placer de trabajar en la comunicación, ayudando a contar y compartir la visión que tienen de las organizaciones sus líderes, y los que no lo son, y del placer de llevar dieciocho años haciéndolo, sintiendo que cada día es diferente, y que cada vez tengo más dudas y menos certezas, y que sólo sé que no sé nada, nada que no pueda ser puesto en tela de juicio, sometido a revisión o incluso a franca rectificación. Escribiré del placer de sentirme lo suficientemente baqueteado como para no tener que ocultar mis dudas, e incluso para exhibirlas delante de mis clientes, en ambiente de mutua confianza y -ese es el desiderátum- de mutuo reconocimiento. El placer de llevar más de quince años trabajando para algunos directivos que han cambiado hasta de empresa, pero no de agencia, y que siguen contigo, y tratándote como a un amigo. El placer incomparable de vender y que te compren. Y que te compren más cuanto más te conocen.
Escribiré, por tanto, de trabajar, y de trabajar/vivir, pero también de vivir a secas, de los minúsculos y efímeros placeres que son los más duraderos e intensos, como el placer de merendar cuando nadie ya merienda, en un atardecer parsimonioso de otros tiempos. O el placer inmenso de disfrutar de una conversación fabulosa acompañada de un buen vino (o de un vino fabuloso acompañado de una buena conversación). El placer de llegar a casa cada noche y que te abracen tus dos hijos como si volvieras de un viaje muy largo. De tardes de domingo dedicadas en exclusiva a la literatura, a la música, o a no hacer nada. De hoteles que merecen un viaje y de restaurantes que se merecen la noche de un sábado. De novelas y películas inolvidables, y de novelas y películas que olvidaremos con facilidad, pero que nos han hecho un poco más felices (de lo que ya lo somos).
De todo eso va este blog.
Están ustedes invitados… El placer es mío.