Desde que la capacidad de cambiar las opiniones de las personas a través de la comunicación social fuera puesta en entredicho por la evidencia empírica, y quedara demostrado que el principal efecto de esa comunicación es precisamente la de reforzarnos en nuestras ideas, los estrategas que se han dedicado al marketing político han orientado todos sus esfuerzos a la búsqueda del llamado electorado indeciso o electorado independiente. Asesores y políticos (profesionales ya ambos de una actividad básicamente persuasiva y orientada a la victoria electoral) saben que modificar la opinión de un votante es poco menos que un milagro, que rara vez se logra y que en la estrategia de campaña ni siquiera se persigue. Que un militante o simpatizante del PSOE se caiga del caballo después de una estrategia electoral muy bien diseñada y elija al PP -o que ocurra lo contrario- es casi como transformar a un madridista en culé, a un sevillista en bético, una misión poco menos que imposible y en todo caso una pérdida de recursos y tiempo.
Dado que la bolsa de votos indecisos se localiza principalmente en el centro del espacio político, la lógica electoral ha conducido a los partidos a la búsqueda de ese centro, especialmente en sistemas políticos bipartadistas. La conquista del voto indeciso ha atemperado el discurso político, ha suavizado los perfiles ideológicos de los partidos, ha atenuado o difuminado las fronteras de derecha e izquierda, de conservadores y progresistas, y ha conducido en suma a una estrategia de comunicación de perfil bajo en ideas y compromisos concretos. Asesorados por expertos en demoscopia y marketing, los partidos, y más que los partidos, sus candidatos y equipos de campaña, han echado mano del libro de instrucciones y han optado por la estrategia de desarrollar discursos más bien romos que eviten el efecto de rechazo por parte de ese votante indeciso y habitualmente centrado.
Y ha sido la estricta aplicación del manual de comunicación política, el sometimiento de la acción política a las verdades empíricas de la demoscopia y el marketing, la que nos ha llevado a la situación política actual de nuestro país, que por otro lado no es ninguna exclusividad nacional, sino un fenómeno que se está viendo en todo el continente europeo: la aparición de fuerzas políticas, a derecha e izquierda de las tradicionales, no es sino consecuencia de ese centrismo político. La moderación del discurso que permitió al PSOE de Felipe González acceder al poder en el 82 y al PP de Aznar en el 96, y que luego permitió a ambos partidos turnarse de modo pacífico en diferentes legislaturas, es sin embargo la estrategia política que, perjudicada por la corrupción y la crisis económica, nos ha llevado a la situación política actual, con un partido político –Podemos– que amenaza al PSOE en su condición de referente de la izquierda española.
Francisco José Fernández Romero escribía en esta misma tribuna sobre la paradoja de que dos partidos como PP y PSOE, que han evolucionado históricamente hacia el centro político, se muestren incapaces sin embargo de encontrarse en un espacio de entendimiento que permita la formación de Gobierno. Sin embargo, es precisamente el riesgo de que un acuerdo con el centro-derecha lo despoje de su identidad como partido de izquierdas, convirtiéndolo en una opción subalterna al PP, como ha dicho despreciativamente Pedro Sánchez, lo que ha impedido hasta ahora cualquier clase de acercamiento. Sin negar la ambición personal que le pueda mover en su estrategia política, sería insensato atribuir toda la responsabilidad al actual secretario general del PSOE. Porque, salvo Fernández Vara, ningún dirigente socialista –activo en la vida política- se ha pronunciado abiertamente hasta ahora a favor de la abstención. E incluso Susana Díaz se ha mantenido en la débil e inconsistente posición de sostener que el PSOE no debe permitir gobernar al PP, pero tampoco debe intentar gobernar, y tampoco debe forzar unas terceras elecciones. O sea, la cuadratura imposible del círculo.
Muy consciente de esta debilidad, Pedro Sánchez ha retado a Susana Díaz a presentarse a las primarias ante los 180.000 militantes del partido defendiendo la abstención. El dardo no puede estar más envenenado. La realidad es que, ni siquiera después de su estrepitoso tercer batacazo en las elecciones gallegas y vascas, será fácil que surja un candidato rival a Sánchez que esté dispuesto a abanderar, a las claras, un discurso claramente favorable a un Gobierno del PP. Nadie se ha atrevido hasta el momento y mi pronóstico es que nadie se va a atrever, y mucho menos después de ser convocada la militancia para dilucidar la cuestión.
El bloqueo político nacional es, en realidad, el bloqueo del PSOE, escindido en una división más profunda que la que separa a Sánchez de Díaz, a Ferraz de los críticos. La gran grieta que está fracturando el partido, y que impide toda salida, es una disociación identitaria. Es la brecha entre el PSOE que ha evolucionado históricamente hacia el centro y el que necesita ahora involucionar hacia la izquierda para no perder su espacio político en beneficio de Podemos. El bloqueo político del PSOE –y por ende del país- es el de una fuerza política con una fuerte crisis de identidad, y temerosa de que le roben el espacio político.
De modo que no, no es sólo un problema de egos y ambiciones personales (como tampoco era desde luego un problema de compatibilidad de programas). Es, sobre todo, un problema de comunicación y proyección de marca política.