Como en la canción de Sabina, el Albaicín tardaré en olvidarlo 19 días y 500 noches. Y poco más tengo que añadir. Salvo cinco recomendaciones.

Aben Humeya.- Merecería la pena ir a cenar allí aunque estuviera, qué digo yo, en la avenida más fea e insípida de Granada. Un chef joven y talentoso prepara unos platos que son una verdadera experiencia. Seguí las recomendaciones de Carlos Maribona (antes de viajar, hay que leer siempre, aunque sean los comentarios del Tripadvisor) y no me decepcionaron. Soy poco del ajoblanco, y sin embargo este me conquistó. Lo mismo puedo decir del ceviche a la granaína, una versión fascinante del clásico remojón, y de un originalísimo rabo de toro presentado en carpaccio y acompañado de una crema de boniato inolvidable. Muy buenos restaurantes fallan en los postres. No es el caso. Lo mejor debe quedar siempre para el final, y el sublime desenlace de la cena fue una sopa de chocolate blanco con ron pálido de Málaga, que es una cosa que así dicha suena muy pretenciosa, pero que, comprobado el resultado, me hace recordar esa escena de la maravillosa película Belvedere, en la que alguien le dice al criado-escritor-filósofo que la modestia es la única de las virtudes que le faltan, a lo que él responde algo así como que, al contrario de la mayoría de la gente, él no tiene ningún motivo para ser modesto. Pues bien, este postre no tiene ningún motivo para tener un título humilde. Magníficas elecciones y magníficos también los tiempos y la atención: cordial, pero sin perder la distancia necesaria. En suma, un restaurante más que recomendable aún prescindiendo de lo mejor que tiene. Porque lo mejor que tiene, a pesar de lo descrito aquí, son las vistas. Unas vistas frontales a la Alhambra que mis ojos codiciaron y desearán ya para siempre. Aunque no entre, al Aben Humeya iré cada vez que vaya al Albaicín, porque toda la subida para llegar a él desde la Carrera del Darro es en sí misma una recompensa. En esta Alfama granaína, hay muchas cuestas y escalerinhas que merecen ser recorridas, pero quizá ninguna tan memorable como esa que comienza en la calle Bañuelo, deja a la derecha la placeta de la Concepción, continúa por San Juan de los Reyes, hace un recodo para subir hasta la deliciosa placeta del Cobertizo, sigue subiendo por la calle Aljibe de Trillo, y luego aún más por la cuesta del mismo nombre, y llega a la placeta del Comino, donde hay que detenerse inevitablemente para admirar las vistas antes de alcanzar el restaurante, situado justo por debajo la memorable cuesta de las Tomasas y la empinada cuesta de Cabra que conduce al mirador de San Nicolás, aquel que impresionó a Bill Clinton. Un recorrido para hacerlo una y mil veces, en la amanecida, al atardecer y sobre todo de noche.

Placeta de Carvajales.- Aunque la fama la tiene indudablemente el mirador de San Nicolás, y desde luego no le faltan méritos, si hay un mirador del Albaicín que me sobrecogió fue este de la Placeta de Carvajales, apenas reseñado en las guías turísticas, y tomado literalmente por gente de vida despreocupada, es decir, por los que toda la vida hemos llamado porretas, que convierten este espacio en un lugar donde se practica la redundancia. La redundancia, sí, porque en este mirador de la bohemia el verdadero colocón son las vistas. Unas vistas de la Alcazaba y los palacios nazaríes sobrecogedoras, más cercanas que las de San Nicolás. En ese momento previo al anochecer, con la luz indecisa de la tarde que se va venciendo, es verdaderamente mágico. Pasé dos noches en el Albaicín, y fui las dos, con eso lo digo todo. También es cierto que la segunda me tuve que ir bastante antes de lo que quería, porque los porretas se pusieron un poco pesados. No puedo juzgarlos severamente. La verdad es que la mujer que me acompañaba iba tan bella que era difícil dejar de mirarla.

Palacio de Dar-al-Horra.- Detrás del Monasterio de Santa Isabel la Real, se encuentra esta verdadera joya, que fue la vivienda de la madre del último rey musulmán (tuvo que vivir la mar de bien) y que puede visitarse previo abono de dos simbólicos euros que se pagan con mucho gusto. Lo merece sobradamente su arquitectura y las sobrecogedoras vistas (a estas alturas del artículo se me presentan problemas de reiteración para calificar lo que los ojos encuentran en el Albaicín). Y, como en el caso del restaurante Abén Humeya, merece mucho también la pena el paseo por los alrededores: el callejón de las Monjas, junto a la Muralla, el Aljibe del Rey y de la Gitana… lo mejor del Albaicín, y no demasiado transitado por turistas. Y muy cerca, una de las placitas con más encanto de todo el barrio, la de San Miguel Bajo, junto a otro mirador muy recomendable, el mirador de la Lona.

Shine Hotel.- Allí y me quedé y allí volvería si no fuera porque tengo por norma no repetir en los hoteles, salvo casos muy excepcionales. Y quizás con este rompa la norma y haga la excepción, pero para alojarme en una de sus habitaciones con vistas a la Alhambra. Un palacete del siglo XVI a orillas del Darro y convertido en un hotel acogedor con sólo doce habitaciones y un patio lleno de encanto donde lo único que desmerece es el mobiliario de Ikea (que también quita empaque a las habitaciones). Una arquitectura y una rehabilitación de esta categoría merecerían una mínima inversión en un mobiliario a la altura de un hotel que, por lo demás, no decepciona en nada. Un verdadero oasis de paz en medio de una de las calles más transitadas de Granada, puente de unión entre las dos colinas que dan carácter a la ciudad. Me quedo, pues, con su situación, con su arquitectura y sobre todo con las ganas de agradar de su equipo. En recepción, una gente muy joven, muy amable, muy competente y muy profesional, volcada en ofrecer recomendaciones útiles y hacer tu estancia más agradable. Y el gran plus del hotel, su desayuno. O más concretamente, el café de su desayuno. Porque si es relativamente sencillo disfrutar de un buen desayuno bufé en cada vez más hoteles, lo del café parece en cambio una causa perdida. No ocurre así en este hotel, donde el café del desayuno es sencillamente primoroso gracias a Antonio Durán, barista y fundador del café Durán, aledaño al hotel, y que sirve el desayuno a sus huéspedes. Confieso que siento debilidad por toda esa gente que ama lo que hace y que lo hace primorosamente como si fuera lo más importante y lo más maravilloso que se puede hacer en la vida. Pues bien, este señor es de ese perfil, y yo personalmente estoy de acuerdo con él en que hay pocas cosas más trascendentes para la vida que tomarse un buen café (y por tanto saber prepararlo). Si además tienes la oportunidad de disfrutar de esa experiencia en una mesa situada junto a un gran ventanal desde el que parece que vas a tocar la torre Bermeja, entonces el momento ya puede ser para enmarcar.

El Trillo.- Desde mi hotel en la Carrera del Darro, el camino para llegar a este restaurante es el mismo que hay que hacer para alcanzar el Abén Humeya, sólo que reducido a la mitad. La mitad de vistas deslumbrantes, por tanto, pero también la mitad de distancia, lo cual agradecerá mucho si va con tacones o su acompañante lo hace. La experiencia gastronómica es similar en altura aunque muy diferente en concepto. Frente a la cocina innovadora y diferente del Abén Humeya, en las antípodas de lo que une se espera encontrar en un carmen con vistas del Albaicín, la única pretensión de El Trillo es darte bien de comer. Y a fe mía, que lo logra. Fui a cenar, y cené maravillosamente (y copiosamente) con una ensalada, unas alcachofas con jamón y gambas y un arroz negro, platos todos ellos que compartí con mi acompañante. El restaurante tiene dos terracitas a cual más agradable. La terracita baja tiene una fuente donde el murmullo del agua no cesa. Dan ganas de quedarse a vivir allí. La del piso de arriba tiene el aliciente inconmensurable de las vistas. Merece la pena subir la mínima e incómoda escalerita de caracol que da acceso a esta segunda terraza. Un auténtico espectáculo.