Fue Walter Lippmann quien formuló la más brillante y lúcida crítica a la democracia que se ha escrito jamás. Con apenas treinta y dos años, el considerado inventor de la columna periodística argumentó que la democracia es un sistema político construido sobre una enorme ficción: la de que los ciudadanos somos capaces de formarnos opiniones competentes sobre los asuntos públicos.
Esa ficción democrática, expuesta por Lippmann en su imprescindible ensayo Opinión Pública, se venía salvando hasta ahora a través de dos resortes fundamentales: el mandato representativo otorgado a nuestros legisladores y la información recibida de los medios de comunicación. A través del primero, los ciudadanos quedábamos liberados de la necesidad de saber de todo, y de la responsabilidad de tener que tomar decisiones sobre asuntos públicos complejos que quedaban más allá de nuestra experiencia directa. A través del segundo, adquiríamos el nivel de competencia suficiente para elegir cada cierto tiempo a representantes cualificados para tomar esas decisiones. Además, los medios cubrían por nosotros la función de vigilancia de estos representantes, obligándolos a la transparencia en la toma de sus decisiones y por tanto a defenderlas y justificarlas.
Hoy ambos resortes están en crisis. El sometimiento de los parlamentarios a la disciplina de voto de sus partidos ha instaurado una nueva forma de mandato imperativo que ha restado credibilidad a la delegación de la responsabilidad en nuestros legisladores. Por otra parte, la sensación generalizada de que la corrupción ha anidado en los partidos y de que los medios no han realizado lo suficiente por denunciarla, y cuando lo han hecho ha sido por motivaciones políticas o empresariales, ha aumentado esa descreencia en la democracia representativa, elevando las demandas y expectativas de control y participación política de los ciudadanos, ya no suficientemente satisfechas por el voto en las urnas cada cuatro años, ni tampoco por la función de control de los medios.
En este escenario han irrumpido además las nuevas tecnologías, y entre ellas las nuevas tecnologías de la comunicación, que hoy hacen perfectamente viable la instauración de una verdadera democracia directa al estilo de la ensayada en la Grecia clásica. ¿Qué impide hoy someter al juicio directo de los ciudadanos cada nueva ley que se traslada al Parlamento para la deliberación y votación de los parlamentarios? Más aún. ¿Qué imposibilita que cada viernes los asuntos que se tratan en el Consejo de Ministros sean sometidos a la aprobación de todos los ciudadanos? Técnicamente nada. O nada que no puede ser resuelto al cabo de muy poco tiempo. Al mismo tiempo, las redes sociales han proporcionado el soporte tecnológico necesario para la realización de esa vieja entelequia del periodismo ciudadano, dando a cada elector la posibilidad de erigirse en informador y sobre todo en un creador de opinión activo sobre los asuntos públicos.
¿Por qué no evolucionar entonces en esa dirección? ¿Por qué no ir hacia una democracia más directa, salpicada por continuas consultas sobre temas de importancia? ¿Por qué no saludar con entusiasmo y fomentar esa forma de democracia directa aplicada al periodismo que son las redes sociales? A mi juicio, la respuesta es clara. Porque esas fórmulas no hacen sino ahondar en la enorme ficción revelada por Lippmann. Una ficción que no ha hecho sino acrecentarse desde los inicios del liberalismo hasta hoy, no sólo como consecuencia de la ampliación de la participación política desde el inicial sufragio restringido hasta el actual sufragio universal, sino también por la creciente complejidad de los asuntos públicos y el incremento abrumador de la información tratada en la esfera pública. La realidad es que los ciudadanos no tenemos la competencia suficiente para decidir sobre los asuntos públicos, ni tampoco para informar sobre ellos. Y suprimir los resortes que han hecho soportable la ficción democrática del ciudadano omnisciente e informado, lejos de fortalecer la democracia, supondría hundirla definitivamente en el lodo populista de las emociones y la discrecionalidad.
Más democracia directa, en suma, no tiene por qué convertirse en más democracia, sino en todo lo contrario. Convocar consultas populares puede tener mucho sentido para cuestiones que caen dentro de la latitud de nuestra experiencia directa (por ejemplo, los días de celebración de la Feria), pero resulta tan improcedente como peligrosamente populista para cuestiones complejas como la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, sobre las que la mayoría de nosotros apenas si podríamos formarnos un juicio basado en atajos conceptuales, etiquetas y estereotipos. Del mismo modo, las redes sociales son un instrumento magnífico de conversación y participación pública, e incluso de control y denuncia de los propios medios de comunicación, pero conferir credibilidad a lo que cualquier usuario publica en ellas, y descansar en los ciudadanos la competencia de vigilar al poder e informar sobre los temas de interés público es tanto como confiar en cualquier individuo la capacidad de proyectar una obra de ingeniería o de intervenir en el quirófano.
Reforzar la democracia no es, por tanto, socavar las bases de la democracia representativa, sino fortalecerlas, corrigiendo, eso sí, las desviaciones o problemas que hayan podido producirse en la delegación de las funciones políticas y de información. Potenciar la democracia es restaurar los mecanismos de representación, devolviendo el debate político al Parlamento, y liberándolo del yugo imperativo de los partidos a través de listas abiertas. Es someter a fuertes exigencias éticas y de instrucción a nuestros representantes públicos, y a todos aquellos organismos e instituciones que intervienen en la esfera pública, entre ellos a los propios medios de comunicación. Y es, o puede ser también, ensayar algunas fórmulas de opinión y decisión directa por parte de los ciudadanos, pero siempre como complemento y nunca como sustitución de las instituciones y mecanismos de la democracia representativa.
Porque el fundamento de la democracia no es entregar la vida pública a algo parecido a un sorteo, ni tampoco a una disputa visceral basada en emociones. Justamente al contrario, lo que pretende la democracia es desterrar la arbitrariedad de la vida pública, sometiendo el gobierno de todos al ejercicio crítico de la inteligencia y el conocimiento. Hija de la Ilustración, conviene recordar que no puede haber democracia sin razón, del mismo modo que no hay razón sin democracia.