Algo parece agitarse en el mundo educativo, y por fin se extiende la percepción de que no podemos seguir enseñando del mismo modo que hace años (¿o son siglos?) y sobre todo de que no podemos seguir formando a nuestros jóvenes en la convicción de que el futuro más brillante para ellos es aprobar unas oposiciones, que en realidad es para lo que se los prepara, porque lo que mejor saben hacer los que terminan la carrera es aprobar exámenes. Aunque creo que sin empapar aún del todo el ejercicio de la enseñanza, hoy al menos se percibe cierta inquietud por fomentar la iniciativa emprendedora, la capacidad de indagación e innovación y las habilidades tecnológicas. Otro cantar es que los docentes estén preparados para ello. Pero por algo se empieza.

Compruebo sin embargo con inquietud y desasosiego que en este nuevo discurso sobre cómo debemos educar a nuestros hijos, nadie, o casi nadie, habla de la comunicación, que en mi opinión ha sido –y sigue siendo- el principal déficit de la educación que hemos recibido desde siempre en España. Esa carencia histórica pienso que es de hecho el reflejo de una convicción social profunda, la de que la comunicación no es importante para nuestro desarrollo personal y profesional. O eso, o que a comunicar se aprende solo. A lo largo de los años de educación reglada, se nos enseña a tomar apuntes, a memorizar nuevos conocimientos y a reproducirlos, a responder a preguntas sobre lo memorizado, e incluso a inferir conclusiones sobre ello, también en algunos casos a buscar información, pero a lo que desde luego no se enseña en ningún caso es a comunicar.

Ni los de mi generación lo recibimos, ni tampoco los que se forman ahora en las aulas están recibiendo un entrenamiento específico sobre comunicación verbal y no verbal, ni sobre cómo se habla en público, ni cómo se dirige una reunión, ni cómo se escribe una carta haciendo una petición, ni cómo se hace una presentación, ni nada de nada. El único conocimiento de todas esas habilidades es meramente intuitivo, y el resultado es que los universitarios de hoy, como los de hace décadas, se incorporan al mundo de trabajo sin tener ni pajolera idea de cómo escribir un email para solicitar una simple reunión o para ofrecer un producto o simplemente difundir una información; sin la más remota idea de cómo deben interpretarse los lenguajes corporales y gestuales y por supuesto de controlar los suyos para dar buena impresión; sin la más mínima noción sobre los conceptos de imagen y marca y de cuáles son los mecanismos y medios a través de los cuales se forja; sin saber redactar nada creativo a partir de los conocimientos adquiridos (más que escupirlos); sin capacidad de enfrentarse a una reunión o de defenderse dignamente en una presentación en público; sin un conocimiento siquiera aproximado de cuáles son los resortes (emocionales) a través de los que conformamos nuestras decisiones y cómo influir sobre ellos; y yo me atrevería a decir que en general sin capacidad de hilar un discurso medio coherente a partir de ideas propias. Los estudiantes de hoy salen al mercado de trabajo como salíamos hace veinte años, lo que se dice en blanco, pero con muchas más faltas de ortografía.

Y todo eso ocurre porque en el fondo pensamos –o tenemos aún interiorizado en nuestro subconsciente- que la comunicación no es importante, o se aprende sola, y que lo realmente importante es tener conocimientos teóricos, saber mucho, ser muy buenos en lo que hacemos, y, ahora también, tener capacidades tecnológicas e iniciativa emprendedora. Y sin embargo, basta un examen somero a nuestro entorno profesional más inmediato para darnos cuenta de que no son los que más saben, los que más conocimientos tienen, los que más lejos o más alto en su carrera profesional llegan, sino los que mejor comunican y se relacionan, los que logran erigirse en líderes (a través de la comunicación, por supuesto, porque es la única forma de hacerlo). De modo que me parece fantástico que queramos hacer a nuestros niños unos Steve Jobs en potencia, más competentes tecnológicamente y más emprendedores, pero cometemos un error enorme al olvidarnos de que Steve Job era sobre todo un gran comunicador, y que la comunicación no sólo es la base de cualquier emprendimiento sino el principal resorte del éxito empresarial, allí donde reside el valor añadido, y el margen, y por tanto la capacidad de crecimiento y perdurabilidad, y de creación de riqueza y empleo.

Que se empiece a hablar de cómo lograr que los alumnos de hoy quieran ser emprendedores, en vez de funcionarios o empleados, está muy bien, pero si les formamos en la cultura (obsoleta) de que el buen paño en arca antigua se vende, lo único que lograremos es crear emprendedores frustrados. Ser emprendedor sin habilidades de comunicación es como querer ser carpintero sin haber cortado en la vida una tabla de madera, como querer ser arquitecto sin haber visto nunca un plano, o ser abogado sin saber derecho. Creo que antes, mucho antes, se puede ser emprendedor en el siglo XXI sin saber de tecnología (no toda innovación es tecnológica), que sin saber de comunicación (ninguna innovación lo es del todo si no se comunica como tal y habitualmente la innovación es la capacidad de comunicar un servicio de forma diferente a como se había hecho antes).

Muchas veces me pregunto si la innovación está en la tecnología o el nuevo servicio que sale al mercado o está más bien en el modo en que todos nos hemos creído que esta tecnología o servicio realmente responde a un deseo o una necesidad latente. Uno piensa en Zara, en Ikea, en Mercadona, en Facebook, y se pregunta dónde reside la innovación: si en la tecnología en sí, en el cambio de paradigma de su producto/servicio, o en el modo en que han logrado transformar nuestras formas de comprar ropa, muebles y alimentación, e incluso de relacionarnos, convenciéndonos de que ese cambio es justamente lo que deseábamos. Porque lo que deseábamos hace unos años es que un abrigo o un pantalón nos saliera bueno, y que nuestros muebles lo fueran para toda la vida, y comprar marcas conocidas de las que nos fiábamos, y mirar a los ojos a nuestros amigos y poder abrazarnos con ellos, porque los buenos amigos se contaban con los dedos de la mano. La gran innovación de todas estas marcas que he mencionado está por tanto en su tecnología o innovación disruptiva, pero también en su capacidad de persuasión para que modificáramos radicalmente nuestros hábitos.

Creo que en la raíz de todo este incomprensible menosprecio de la comunicación, incoherente con lo que la realidad nos enseña, hay una especie de mentalidad infantil. Necesitamos creer que las tecnologías, los productos o las marcas que triunfan, lo hacen porque son buenas de verdad, y que el éxito –empresarial, profesional, personal- nos lo merecemos, y nos lo merecemos porque somos realmente buenos, es decir, porque sabemos mucho, incluso más que nadie, o porque sabemos hacer lo que hacemos mejor que nadie, pero esa convicción es, como digo, una ilusión pueril, y basta echar un vistazo al mundo que nos rodea, y a las personas que nos rodean, para darnos cuenta de que eso no es así, y en realidad todo el mundo sí tiene lo que se merece, pero no por lo que sabe, sino por la capacidad que tiene de comunicar lo que sabe, y de relacionarse y de vencer los miedos y de liderar, haciendo que los demás compartan la visión, las ideas o los servicios (tecnológicos o no) que cada uno ofrece.

Somos comunicación, y las empresas también lo son, pero ni nuestro sistema educativo ni nuestro tejido productivo –honrosas excepciones al margen- lo asumen y se lo creen del todo. Por eso, básicamente nos va como nos va. Otros triunfan y venden -a pesar de lo malo que son sus productos, o eso decimos- y a nosotros nos queda el consuelo de que somos muy buenos, aunque no vendamos nada -porque no sabemos comunicar, claro.

Voy más allá. La comunicación no sólo no es valorada, sino que llega a ser mal vista.  La connotación negativa que le damos a la expresión de «venderse bien» lo dice todo. Cuando alguien destaca en su capacidad de su comunicación -un directivo, una empresa, cualquiera-, decimos despectivamente: no, no es gran cosa, pero se vende bien. Como si la capacidad de venderse bien, o sea, de comunicar bien, pudiera disociarse del concepto de ser bueno, es más como si fuera necesario confrontarla. Dicho de otra forma: nosotros no sólo no creemos que la comunicación forme parte de la calidad de las cosas, sino que la presentamos con un atributo contrario a la calidad. O al que se recurre porque hay carencia de calidad. Y como decía antes, así nos va.

En resumen, y lo diré para que se me entienda. Con una educación orientada al objetivo de que seamos buenos, es decir a hacernos competentes en el sentido tradicional del concepto, a que sepamos mucho, difícilmente crearemos emprendedores. Pero con una educación orientada al objetivo de hacernos (solo) competentes tecnológicamente difícilmente avanzaremos más en ese objetivo. De hecho, muchas de las personas más competentes tecnológicamente que conozco son al mismo tiempo las menos creativas y menos emprendedoras que me he echado nunca a la cara.

De modo que sí, me preocupa, y me preocupa mucho que nos obsesionemos con que nuestros niños se formen desde que echan los dientes con un ordenador al lado, y navegando a todas horas en Internet, mientras nadie se preocupa de cómo se relacionan con las personas, cómo comunican oralmente y por escrito, verbal y no verbalmente,  y cómo se les cultiva el cerebro para que les funcionen las conexiones neuronales que permiten relacionar los conocimientos (es increíble la incapacidad para relacionar datos e informaciones que tienen los jóvenes hoy), para que sean capaces de desarrollar ideas propias (no ideas absurdas y disparatadas, sino con fundamento y basadas en el conocimiento) y para que sepan exponerlas y defenderlas con argumentos y pasión. Entrenar a los niños en nuevas tecnologías y crear talleres o módulos de cultura emprendedora donde se les enseña formación empresarial básica y se les anima a ser empresarios, está bien. Pero creo que de nada o de poco sirve si desde que son pequeños no se les entrena de forma específica la creatividad y la capacidad de comunicación. Básicamente, creo que el emprendimiento pasa por ahí, mucho antes que por los ordenadores, la wikipedia y los libros digitales. Y mucho antes también que por el conocimiento de lo que es un balance o el testimonio de éxito de otros emprendedores.

Creo, en suma, que la Educación para el Emprendimiento debería ser, en primera instancia y sobre todo, Educación para la Comunicación, pero tengo la impresión de que en ese campo no sólo no se ha avanzado sino que va a avanzarse más bien poco en los próximos años. Estamos en otras prioridades más tecnológicas.