Las cosas del lenguaje nunca son casuales. Hay palabras que pierden la batalla frente a otras, y cuando eso ocurre no es por ningún capricho, ni por ningún azar. Siempre hay razones profundas. Un ejemplo concreto y muy claro lo tenemos en los conceptos de empresa y empresario, que están perdiendo definitivamente la contienda que mantienen con emprendimiento y emprendedores, una derrota que no sólo es semántica, sino que está relacionada con un nuevo concepto de empresa, o mejor dicho ya, de emprendimiento, mucho más basado en el capital intelectual que en el físico, en el conocimiento que en la propiedad, en la colaboración que en la jerarquía, en la reputación que en la actividad comercial, en la satisfacción personal que en el mero beneficio económico (y en más diferencias sobre las que no me extiendo porque sería otro artículo).

Otro ejemplo flagrante, similar al de empresa versus emprendimiento, y no del todo desconectado con éste, lo tenemos en el pulso entre marketing y comunicación, que se está inclinando rotundamente del lado de la comunicación. Las evidencias están a la orden del día. En la vida pública, sin irnos más lejos, cuando se quiere valorar despreciativamente cierta forma de hacer política se le acusa de ser «sólo marketing”. En cambio, cuando se echa en falta de los partidos una mayor capacidad de explicar las cosas y de llegar a la sociedad, se le atribuye un “déficit de comunicación”. Es decir, que la comunicación es lo bueno, lo positivo, lo necesario, lo deseable que falta, mientras que el marketing es lo negativo, lo superfluo, lo indeseable que sobra. La comunicación es contemplada como un activo y una necesidad estratégica: es información, escucha, conversación, diálogo, comprensión, encuentro, transparencia, honestidad y verdad. Inversamente, el marketing es asimilado a sobreactuación, disimulo, ficción y engaño. Marketing es la palabra que se les vino a la boca a todos los que criticaron la escena del bebé de Bescansa o el paseo pactado por las inmediaciones del Congreso entre Pablo Iglesias y Pedro Sánchez. Marketing es el calificativo despectivo que usan las fuerzas políticas tradicionales para diferenciarse de las del cambio, pero también viceversa. Marketing es, en definitiva, el reproche que usan todos los grupos políticos, sin diferenciación alguna de ideología, para desprestigiar a sus adversarios.

Pero seamos claros y directos: está forma de pensar sobre el marketing y la comunicación no es sólo específica de la política, sino que se está extendiendo ya a todos los ámbitos empresariales e institucionales. A pesar de las protestas airadas de muchos expertos en marketing (no son tontos, se dan perfecta cuenta de la relación directa entre el desprestigio del concepto y el desprestigio de la disciplina), la realidad es que todavía no he visto a nadie quejarse del exceso de comunicación de una organización, sino todo lo contrario, y, en cambio, todo aquello que nos suena a marketing en una empresa parece molestarnos y estorbarnos, incluso tocarnos las narices: el marketing, por mínimo que sea, nos parece excesivo, lo vemos como intrusivo, invasivo, pesado, como querer vendernos a toda costa, marketing es… marketing, y poco más hay que añadir, porque todo el mundo sabe o tiene asumido que donde hay marketing no hay autenticidad, sólo hay fachada, sólo hay actuación y apariencia, y el deseo desaforado de colocarte un producto.    

¿Una mera cuestión semántica? En absoluto. Como en el caso del emprendimiento y la empresa, detrás de esta derrota semántica hay una derrota verdaderamente filosófica y de forma de concebir la actividad comercial y la actividad empresarial en general (y por eso decía que ambas contiendas –la de empresa versus emprendimiento y la de marketing versus comunicación no están desconectadas del todo). El tiempo de la comunicación orientada a la venta y por tanto al producto, el tiempo en que la comunicación era marketing, o era una pata del marketing, está quedando definitivamente superado y sobrepasado por una nueva etapa en la que los resultados son consecuencia de la reputación y no al revés, en la que ser y pensar es mucho más importante que vender, e informar y escuchar más que anunciar, en la que las ideas son más relevantes que los productos, y la autenticidad mucho más valorada que la apariencia.

El marketing está perdiendo la batalla porque los consumidores están hartos de que les vendan, y de las organizaciones que sólo se dirigen a ellos para hablarles de lo suyo, o sea, de sus servicios, de las organizaciones que les asedian con ofertas comerciales y que sólo los contemplan como la diana de una venta cruzada, no como personas sino como miembros individuales de un target al que encajarle productos presuntamente personalizados, sólo presuntamente, claro. El marketing está perdiendo la batalla porque el mensaje ya no puede ser controlado, porque la credibilidad la tienen los iguales, y la opinión oficial de toda una gran corporación vale menos que la no oficial de una decena de clientes o empleados, o la del blog de un periodista independiente, y porque el monólogo unilateral y controlado de la publicidad y los espacios comprados en los medios masivos tiene mucho menos poder de prescripción que la conversación multilateral y abierta de las redes y los espacios digitales.

El marketing está perdiendo la batalla porque ni siquiera el concepto de marketing corporativo le sirve ya para asimilarse a la comunicación que hoy necesitan desarrollar las empresas y que va mucho más allá de la comunicación corporativa que han venido haciendo en estos últimos años, basada en la publicity, es decir en la ocupación de espacios en los medios con información corporativa. Está perdiendo la batalla porque el marketing de contenidos, el branding journalism y otros intentos desesperados del marketing por asimilarse a la comunicación, representan, en sí mismos, contradicciones imposibles: sólo tiene credibilidad lo que no se paga (un logotipo y el periodismo están tan reñidos como el agua y el aceite), y los contenidos sólo son interesantes precisamente cuando no son marketinianos, o sea, comerciales.

De modo que el futuro es mucho más de la comunicación que del marketing, y particularmente el futuro es de la comunicación social, que es la comunicación en equipo, la comunicación coral, la comunicación que hacen las marcas unida a la que hacen los usuarios de esas marcas, particularmente sus empleados y clientes, la comunicación en los espacios digitales compartidos con los ciudadanos, lo cual no quiere decir que la publicidad y la publicity dejen de existir, sino que serán instrumentos y apoyos necesarios para el objetivo superior de la conversación social. El futuro son los contenidos, los contenidos a secas, que nada tienen que ver ni con el marketing de contenidos ni con el periodismo de marca, ese oxímoron. El futuro es una comunicación empresarial basada en ideas y en aportación de conocimiento, y en las opiniones de personas vinculadas a esas empresas, el futuro está en los embajadores de las marcas, ese concepto tan cursi y sin embargo tan certero.

La cosa está tan clara, la derrota del marketing frente a la comunicación es tan notoria, que las antiguas agencias de publicidad ya han empezado a llamarse de comunicación, y los profesionales que antaño lucían orgullosos en su tarjeta el concepto de marketing ahora le han agregado el de comunicación, cuando no directamente lo han sustituido.

Pero que nadie se lleve a engaño: el que nace lechón muere cochino, y los profesionales que hacen marketing seguirán haciendo marketing, aunque lo hayan rebautizado, y, si hacen otra cosa, estarán haciendo lo que no saben hacer, mientras que los que pensamos en términos de comunicación seguiremos haciendo lo que nos apasiona, porque además si intentáramos desviarnos al marketing nos saldría de pena.

Serán en cualquier caso las empresas y las instituciones las que decidan lo que quieren hacer y con quiénes lo quieren hacer. Pero lo que quieren los ciudadanos está claro: quieren comunicación, y la derrota del marketing es tan clamorosa que ha llegado a la calle y está en el lenguaje popular.