Uno de los consejos profesionales que me han resultado más útiles en mi vida me lo dio cuando empezaba un periodista deportivo de Canal Sur. Como becario que era, los coordinadores de Deportes me confiaban únicamente los resúmenes de los partidos de Segunda B, y yo anhelaba algún reto superior, como la crónica del encuentro estelar de la semana. Sin embargo, este colega, José María Gutiérrez, Guti, me dijo que, para hacer un gran minuto de televisión, lo de menos era el partido y lo de más la mirada del cronista. Desde entonces hice los resúmenes que nadie quería como si estuviera siendo testigo de la conquista de la Liga por un equipo sevillano y concretamente por el Sevilla, que para eso es el mío. Y esa es la actitud que he tratado de mantener toda mi vida: enfrentarme a lo pequeño como si fuera el mayor reto de mi vida.

El consejo de este compañero de la profesión me vino a la memoria hace unos días cuando asistí a una conferencia que Paco Pérez Valencia ofreció en la Facultad de Bellas Artes. Allí, después de afirmar que el dibujo le había salvado la vida, el pintor y museógrafo sanluqueño, al que admiro tanto como quiero, o viceversa, dijo que todavía se encierra en su estudio pensando que el MOMA le espera, y que no concibe otra forma de enfrentarse al mundo y al arte que bajo esa ilusión de hacer algo grande: una inmensidad capaz de cambiar la vida de las personas (o la de una persona) y de transformar el mundo. Olvidado por los mismos que no dejaban de llamarlo cuando dirigía la colección de arte de una caja de ahorros, Pérez Valencia se sigue encerrando (el verbo no es gratuito) en su estudio con la misma ilusión que cuando empezaba, con la misma imperiosa necesidad de aislarse del mundo para (re)conectarse con él.

El próximo 15 de noviembre, y tras años de silencio en las galerías sevillanas, vuelve a exponer. Lo hace en la Caja China y con una muestra titulada El hombre más solo, lo cual parece casi una broma o un guiño irónico tratándose de una persona como Paco, con la que cuesta pasear por la calle (incluso en Sevilla, no digamos en Sanlúcar de Barrameda) sin ser interrumpido cada cincuenta metros por alguien que lo conoce y que siente (como yo, cuando lo veo) la imperiosa necesidad de abrazarlo y decirle que es un tío muy grande. Parece una paradoja que el artista Pérez Valencia se confiese el hombre más solo, cuando el padre, el marido, el hijo, el amigo y el profesor al que todos conocen como  Paco (o Pacote) sea el más popular y querido, el que dedica varias horas todos los días a contestar correos electrónicos de gente que le escribe, el que es incapaz de decir no a nadie (y especialmente a aquellos que le llegan con las manos vacías pero llenos de ilusiones para involucrarlo en causas altruistas, sueños imposibles y todo tipo de emboscadas humanitarias y no remuneradas).

Y sin embargo, esa bipolaridad de Pérez Valencia, el hombre más solo y también el más acompañado (el más rico, como George Bailey en Qué bello es vivir), me parece a mí, que no entiendo nada de arte, una de las señas de identidad de su trabajo, que es de supervivencia y de resistencia al tiempo que de naufragio y desconcierto, de optimismo y a la vez de pesimismo, de luz y de negrura, de esperanza y de desesperación, de éxtasis y de agonía. Quien haya tratado superficialmente a Paco, quien haya acudido a alguna de sus conferencias o siga habitualmente sus tribunas en Abc, se preguntará desorientado qué tiene que ver la persona desbordante de entusiasmo que trata de convencernos de que nada está perdido (el título de su último artículo, si no recuerdo mal) con el artista que en el búnker de su estudio en Sanlúcar parece dibujar al filo del abismo, que se siente fugaz, fugitivo y perdido y que en El hombre más solo nos presenta una colección de dibujos (y de títulos) absolutamente inquietantes: solo la lluvia, arena negra, moriré por ti, vivo, ¿quieres morir?, la gran ola negra, y sobre todo una serie de rostros inacabados que parecen espiarnos, vigilarnos desde las sombras, rostros acusadores que nos susurran reproches y admoniciones, y que acaso podrían ser los nuestros propios, los que nos devuelve el espejo, los de nuestras peores pesadillas, la versión más cruel de nosotros mismos, el señor Hyde tras el doctor Jekyll.

Y sin embargo, esa contradicción entre el hombre más solo y el más acompañado, el que nos invita a aferrarnos desesperadamente a la vida y el que nos coloca ante la certidumbre única de la muerte, el empeñado en ver el lado bueno de todos los actos humanos y el que nos muestra la podredumbre de la sociedad y de todos los Calígula que la habitan, el que entrena todas las mañanas la sonrisa delante del espejo y sin embargo no la encuentra en sus retratos, el que piensa que el mundo es maravilloso y a la vez que necesita ser radicalmente transformado, esa contradicción, digo, es precisamente la que me ata definitivamente a Pérez Valencia, la que me hace identificarme plenamente con su trabajo y con su vida, y admirarlo en su doble dimensión humana y artística, tan diferente y tan idéntica, tan auténtica como inestable, tan de verdad como frágil.

Lejos de descolocarme, esa ambivalencia me coloca en el centro mismo de Pérez Valencia, y no solo me lo hace más interesante, sino también más inteligible. El hombre que Paco es, necesita al artista que Pérez Valencia es, y viceversa. De modo que el vecino con el que casi no se puede andar por Sanlúcar, de tan carismático y apreciado, me resulta más real y comprensible en su reverso como creador ensimismado que solo se encuentra a salvo en la intimidad de su estudio, el conectado a la vida por el fino hilo de sus dibujos, el que siente en la punta del lápiz la más firme conexión con la realidad, su verdadero anclaje en la tierra que pisa.

“Sé que moriré aquí, que un día me buscarán y me encontrarán en este suelo”, me confesó una vez después de abrirme las puertas de su estudio. Desde aquel día, yo solo sé que le espera el MOMA. Y a mis hijos, una herencia fabulosa.

Autor


Miguel Ángel Robles

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