Uno de los novedismos (Sartori) que los profesionales de las RRPP han acogido en los últimos tiempos de manera más entusiasta ha sido el empoderamiento. Ni que decir tiene que es también uno de los más nocivos, sólo superado quizás por el storytelling, el novedismo culpable de la deriva emocional de las RR.PP., a la que ya he hecho referencia en alguna otra ocasión y sobre la que seguro que más explayaré con más detenimiento (y me temo que con más saña) en futuros posts.

Como en un juego de cambio roles de esos que tanto gustan a los coaches (profesionales que hemos hermanado a los comunicadores y que sin embargo deberíamos tener tan lejos como nos fuera posible), de un tiempo a esta parte vengo escuchando lo que sin duda resulta un novedismo de manual y además literal. Me refiero a esa especie de transmutación a través de la cual los dircom y asesores de comunicación han (o hemos, por no eludir la autocrítica) decidido que los proveedores sean los nuevos empleados; los empleados, los nuevos clientes; los clientes, los nuevos accionistas; y ya en pleno colocón, en ese momento final de exaltación de la amistad, los accionistas en nuevos empleados. Todo sea por reinventar la rueda.

La palanca de toda esa transformación ha sido el aludido empoderamiento. Como si nuestro reconocimiento profesional dependiera del empoderamiento de nuestros públicos, llevamos a los Consejos de Dirección la idea de que los roles de los stakeholders habían cambiado. Y no sólo eso, sino que todos se habían vuelto mucho más importantes de lo que ya eran, y así había que comunicarlo a los propios interesados.

De modo que le dijimos al accionista que era el nuevo empleado, no para degradarlo lógicamente, sino lo contrario, para hacerle sentir uno más de dentro. Igualmente, cuando explicamos al proveedor que era el nuevo empleado, lo hicimos con un ánimo completamente adulador, aunque ello no se notara en la puntualidad de los pagos. Cuando convencimos al empleado de ser el nuevo cliente, la intención fue idéntica: la de transmitirle que daríamos la vida por fidelizarlo. Finalmente, cuando, por obra y gracia del empoderamiento, convertimos a nuestro comprador en nuevo accionista dimos el triple salto moral (lo de “moral” era una errata, pero me he dado cuenta de que mejora a “mortal”) de hacerle creer que las empresas ya no son gobernadas por sus consejos de administración, sino por sus clientes.

En parte por esnobismo, en parte porque no nos tomaron en serio, y en parte porque nadie pensó en las consecuencias, a los comunicadores nos dejaron hacer, o sea, empoderar. Y empoderando, asumimos que debíamos hacer una comunicación adaptada no a lo que cada público es en efecto (empleado, cliente, accionista…), sino a lo que nosotros como comunicadores decidimos que iban a empezar a ser y de hecho les dijimos que eran ahora (nuevo cliente, nuevo accionista, nuevo empleado). Nos empachamos de empoderar, y nuestros públicos respondieron como cabía esperar: tomando el poder que se les brindaba. Y así, hartos de oír que eran los nuevos accionistas, muchos clientes se lo creyeron, y se pensaron que a ellos correspondían no ya sus decisiones de compra y recomendación, sino las propias decisiones de gobierno de las marcas.

El resultado de esta estrategia de comunicación, desbordante de empoderamiento, está empezando a poner a muchas marcas al borde de contradicciones insoportables, sobre todo en organizaciones que no están dispuestas a delegar en los clientes las decisiones de gobierno, que ni que decir tiene son todas, porque el gobierno absoluto de la opinión no sé da ni siquiera en la esfera pública de las sociedades democráticas. Aunque algunos querrían sacar todos los días urnas a la calle, la realidad es que en las democracias representativas los votantes no toman las decisiones, sólo eligen a quienes las toman. Los partidos políticos y las instituciones públicas emplean métodos de auscultación de la opinión (los sondeos, el propio análisis electoral, la opinión publicada…) que lógicamente influyen en sus políticas, pero no resultan vinculantes para sus decisiones. Siendo eso así en la esfera pública, cómo vamos a pretender que en la esfera privada los equipos directivos y/o propietarios de las empresas renuncien a sus funciones (y/o a su soberanía) para dejar el poder de las decisiones sobre esos clientes empoderados como nuevos accionistas.

Ojo que lo que trato de decir en estas líneas no es que las marcas no tengan que escuchar a sus públicos (y en particular a sus clientes). Dicho de forma que algunos de mis colegas puedan entenderlo mejor, creo que practicar el listenning sí es importante. Y de hecho, la mayoría de las marcas ya lo hacen y lo han hecho toda su vida, incluso antes de existir las redes sociales, a través de las mencionadas encuestas y de otras muchas técnicas de investigación y a través de herramientas que hoy nos parecen tan pretéritas como las líneas de atención al cliente o los buzones de sugerencia. Pero eso es una cosa y otra muy distinta es esa otra clase de empoderamiento (promovido desde la Comunicación) que está llevando a pensar al cliente que tiene el mando. Que tiene derecho a gobernar. Y, finalmente, y ahí quería llegar, que a él le corresponde también la creación del relato de las marcas. De modo que la marca es lo que él quiere escuchar que sea y lo que él estaría dispuesto a contar.

Un cliente ya es poderoso siendo cliente. Con sus decisiones de compra y sus recomendaciones (ahora amplificadas por las redes sociales), tiene un cierto poder (y un poder cierto) de influencia sobre las marcas.  Pero esa clase de empoderamiento que le atribuye la capacidad de gobernar y cocrear el relato de las organizaciones no sólo es una quimera, sino también una fanfarronería que, como decía antes, crea muchas tensiones y pone a las organizaciones ante un enorme dilema: ser coherentes con lo que quieren ser y hacer, o dejar la narrativa en manos de sus públicos y darles exactamente lo que estos quieren oír. Y no, no es una disquisición meramente teórica y filosófica. En absoluto lo es.

Es algo con enormes consecuencias prácticas. La comunicación comercial, la atención al cliente, la respuesta a las quejas y reclamaciones, la correspondencia electrónica, la comunicación en redes sociales… El delirante empoderamiento del cliente (especialmente del cliente) provocado por el estilo de comunicación de los últimos tiempos condiciona la forma y contenidos de la información en todos estos soportes, donde de forma cada vez más recurrente nos encontramos en la tesitura de marcar los límites o seguir empoderando, de optar por la vía fácil de adular o por la más complicada de ponernos en nuestro sitio.

La Economía de la Reputación es algo positivo. Supone llevar al territorio del mercado esa vieja convicción democrática de que las decisiones de los poderes deben estar sometidas a la publicidad: al tribunal del ojo y el oído público. Pero no confundamos a los consumidores, no les hagamos creer que tienen el derecho y la potestad de marcar el gobierno y relato de las empresas, no tensionemos la credibilidad de las organizaciones para las que trabajamos llevando su discurso al paroxismo de la corrección política. Y, sobre todo, no nos olvidemos tampoco de ese grupo de clientes que ni se siente empoderado, ni quiere serlo nunca, pues precisamente lo que quiere es trabajar con empresas dirigidas por consejeros, directivos y profesionales cualificados y no por nuevos accionistas ebrios de empoderamiento.

Empoderamiento, vade retro.