Este artículo fue publicado en ABC en abril de 2017

Numerosos politólogos y pensadores han arremetido en los últimos años contra el uso cada vez más frecuente de la demoscopia en la vida política y en general contra una forma de hacer política basada en el pulso constante de los estados de opinión. Incluso se ha acuñado el concepto de sondeocracia para referirse a este tipo de democracia tiranizada por los sondeos, en el que decisiones más críticas son lanzadas como globos sonda para contrastar antes su grado de aceptación social.

Lógicamente el concepto de sondeocracia es un concepto peyorativo, que esgrimen quienes protestan de la deriva marketiniana de la vida política y de la asimilación del proceso de configuración de las decisiones públicas al del lanzamiento de nuevos productos comerciales. La política, dicen estos autores, ya no se ejerce para beneficiar a la población, sino únicamente para contentarla. Las acciones de gobierno no son buenas o malas por el valor social que aportan, sino por el aplauso social que concitan.

Aunque puede parecer una objeción muy reciente al funcionamiento de las actuales democracias occidentales, la realidad es que esta crítica ya la encontramos en la reprobación de Platón a los sofistas. El gran filósofo griego arremetía contra una forma de hacer política que, lejos de buscar el bien común y hacer pedagogía con la verdad, se dedicaba simplemente a estudiar lo que el vulgo quería oír, para luego dárselo en forma de decisiones, argumentos y discursos complacientes.

Pues bien, justo eso es lo que está pasando hoy, y lo que está conduciendo a un debate político y una gestión gubernamental e iniciativa legislativa cada vez más plana, en la que las decisiones más estructurales y necesarias quedan aparcadas por el rechazo o la baja aceptación que muestran las encuestas y otros métodos de medición de la opinión pública.

En una sondeocracia como la nuestra, difícilmente gobierno alguno se atreverá a meterle mano a una cuestión como el manifiesto sobrepeso, rayano en obesidad, de nuestro sector público. Y sin embargo el aligeramiento de la administración y la reforma de la función pública son cuestiones claves en las que, sotto voce, coinciden la gran mayoría de políticos y personas inteligentes.

¿Por qué nuestros políticos actuales carecen de la valentía suficiente para emprender las reformas que consideran necesarias? ¿Por qué sucede a veces incluso que se anuncian decisiones que luego acaban siendo rectificadas ante el miedo a una mala acogida por parte de la opinión pública?

Si los alcaldes de algunos pueblos o ciudades que tomaron la decisión de peatonalizar los cascos históricos hubieran cambiado de opinión a causa de las protestas vecinales, aún estaríamos viendo coches en la calle Larios de Málaga o en la calle Tetuán de Sevilla. Y quienes se pusieron a la cabecera de estas manifestaciones hubieran sido los más perjudicados por la rectificación de esas decisiones en su día impopulares.

Digo todo esto a propósito de la marcha atrás en las fusiones hospitalarias. Llevo años ejerciendo la consultoría en el campo de la Salud y todas las personas inteligentes con las que hablo vienen a coincidir en que es necesario un cambio estructural profundo en la Sanidad para hacerla sostenible. La población ha envejecido, tenemos muchos enfermos crónicos, y necesitamos un nuevo modelo de atención sanitaria, con mayor protagonismo de la Atención Primaria y también con otro tipo de infraestructuras hospitalarias.

Si la administración andaluza está convencida de que las fusiones hospitalarias son necesarias para ajustarse a las nuevas necesidades de la población, ¿por qué rectificar? ¿Por qué ceder a la presión de la calle y no explicar con argumentos que dos hospitales pueden ser una solución de futuro mucho peor que uno solo? ¿Por qué practicar una forma de hacer política que, como decía Platón, se dedica a aprender de los “instintos y humores” de la población para luego satisfacer esas tendencias y apetitos, ignorando lo que “de bueno o de malo, de justo o injusto” hay en ello, y considerando “bueno solo a aquello que hace gozar y malo a aquello que molesta”.

La equivalencia entre decisiones populares y correctas es una falsa premisa de la política actual. Necesitamos gobernantes de altura que se eleven por encima de las encuestas y la presión popular y gobiernen para el pueblo, que no es lo mismo que gobernar para la calle.