No es el hotel que más me ha gustado de todos en los que me he alojado. Ni siquiera en el que he sido más feliz. Y ni mucho menos ha sido el hotel en que, ejem, mejor me lo he pasado. No es el hotel más cool que he conocido, ni el más sexy (sí, definitivamente los hoteles pueden ser sexys, e incluso sutilmente eróticos). Y tampoco ha sido el más lujoso.
>Sin embargo, el Hotel Daniel, de Viena, es con toda seguridad el hotel que más me ha impresionado, en el que me he sentido más empequeñecido, incluso, más acomplejado, más consciente de las limitaciones de lo que hago y al tiempo más lúcido de la orientación que debe tener mi trabajo.
Quiero decir en efecto que este hotel es uno de los sitios en los que mejor he visto, aunque visto no sea la palabra, de qué va esto de la comunicación y la gestión de la marca cuando alcanzan cotas de perfección muy elevadas, aunque perfección tampoco sea la palabra,porque la comunicación es por naturaleza imperfecta, y si es perfecta entonces es que es un molde, una repetición, y no vale nada.
Decía en la segunda entrada de este blog que cuando la comunicación es de verdad, es como el amor, y está en el aire, no es un atributo imputable a una cosa concreta, ni a la página web, ni a la publicidad, ni a la presencia en medios, ni al diseño, ni a la comunicación comercial, ni al uso de la marca. Cuando es de verdad, la comunicación es un todo homogéneo al tiempo sutil y perceptible, que ves sin tener que fijarte en nada concreto, que a veces se huele, se toca, se oye, incluso se respira, y, si no lo notas, es que tienes acorchados los sentidos y el entendimiento.
En el Hotel Daniel de Viena, que vuelvo a decir que no es exactamente el más afín a mis gustos ni a mi sensibilidad, ni a mi perfil de turista (porque sí, yo soy un turista, no un viajero, y tampoco me voy a avergonzar por ello), la comunicación es un todo homogéneo, y es la sangre que da vida al cerebro y a los brazos y al corazón y a las puntas de los dedos, es una savia que lo nutre todo, y lo define todo: el modo en que eres atendido, el interiorismo, el precio y las ofertas, los contenidos de su web y de su blog, la autodefinición del hotel, las fotos publicadas sobre él, el vestuario de los empleados, el checking, cada detalle del hotel y sobre todo cada pilar que sostiene la estructura conceptual de su marca.
Reformado a partir de un edificio de 1962 declarado de interés histórico artístico por ser el primer edificio de Austria construido en el entonces revolucionario estilo de muro cortina, el hotel se proyecta al mercado con los conceptos de “smart luxury“, “lujo inteligente”, “libertad”, “actualidad”, y “nuevos estilos de vida”, en franca oposición a la opulencia, sobreatención, y exceso de formalidad (incluso de servilismo) del lujo hotelero tradicionalmente entendido.
El Hotel Daniel es, por hablar en plata, como la casa en la que te gustaría quedarte en Viena si tuvieras unos amigos que vivieran allí y que te invitaran a alojarte en su hogar. Y alrededor de ese espíritu joven e informal, pero elegante y (co)medidamente alternativo, se construye la diferencia de un hotel en el que, por empezar a dar detalles concretos, nadie está uniformado, todos los trabajadores llevan ropa de calle, y la recepción como tal no existe, sino que está (casi) integrada dentro de un amplio espacio común para el disfrute y la convivencia.
Un hotel con una caravana aparcada en la puerta, que es caravana, habitación y seña de identidad, como el barco –sí, un barco- que asoma en lo alto del edificio, casi a punto de caerse (sí, eso es lo que parece).
Un hotel con unos precios más que contenidos y donde los empleados son más bien como tus anfitriones, unos amigos enrollados que intentan que estés cómodo, pero, sin pasarse, porque, oye, chico, después de todo has venido aquí porque has querido, y además hay confianza, así que tú mismo.
Definitivamente, alojarse aquí no es como alojarse en Downton Abbey, no cuentes con un mayordomo esperándote en la puerta por si se te han desabrochado los cordones del zapato.
Esto es un hotel del siglo XXI, o más bien de un siglo XXI muy avanzado, pensado para huéspedes que se sienten un poco incomodados por la sobreatención, y que valoran otras cosas.
Cosas como por ejemplo alojarse en un hotel que está en todo el meollo y fantásticamente comunicado, aunque sin toparte con la catedral al caer de la cama, y donde los espacios no sólo son confortables, sino que tienen algo más, diseño por supuesto, pero también alma.
Cosas como que en el salón haya un sofá -al que la han quitado las patas- colgado del techo por una cuerda para que puedas balancearte, o que tu habitación con vistas al Belvedere tenga una hamaca, o que el hotel tenga una panadería propia (¡una panadería propia!) para que desayunes como dios mientras el sol entra por el enorme ventanal de la planta baja, comiendo todo tipo de panes o de bollería recién hecha, que puedes rellenar con lo que tú quieras, por ejemplo con queso fresco y salmón ahumado, ay, qué barbaridad de salmón ahumado, y además fruta del día, y huevos, y hasta las tartas caseras de la vecina del hotel, de la que te enseñan su foto, y que es una señora adorable que sólo hace tartas para los invitados del hotel, que en cierta forma son los suyos.
Cuando me alojé allí en la navidad del año 2012, todo era coherente, todo respondía a un concepto, y todo tenía también detrás una historia, una historia siempre sugerente, cautivadora, contada con un gusto exquisito, como la historia de la vecina que traía cada día sus tartas.
Una historia incluso para cada objeto de merchandising, para cada artículo que tenían en venta, y puedo dar fe de lo mucho que me costó no llevarme una camisa blanca que, más que venderte, te la contaban, porque una camisa se puede contar, como se cuenta una historia, sobre todo cuando es una camisa con una historia.
Las tres o cuatro noches que me alojé allí no pude encontrar ninguna disonancia en todo aquel discurso, ni en el contenido del mensaje ni en la forma, ni siquiera tampoco en la realidad que le servía de base.
Recuerdo por ejemplo que la tarde del día 1 de enero, el servicio de habitaciones se retrasó y cuando quisieron entrar a arreglar la nuestra (hasta en dos ocasiones) no pudieron hacerlo, porque nosotros estábamos descansando (o, en fin, entretenidos en otros menesteres, no recuerdo bien).
Al hacer el ckecking out, y sin que mediara reclamación alguna por nuestra parte, después incluso de expresar nuestra satisfacción por la estancia, nos pidieron disculpas por ese error y nos explicaron que, para compensarlo, nos habían descontando de la factura el desayuno.
Entonces comprendí definitivamente que aquel hotel era lo que contaba, y contaba lo que era, y que ese es en efecto el verdadero poder de la comunicación, que no es el poder de que todo parezca más de lo que es, sino el poder de que todo sea en efecto lo que queremos que parezca.
El poder de moldear la realidad para que sea como queremos contarla y de lograr que incluso los objetos cuenten cosas.
El poder de que detrás de cada balance y cada cuenta de resultados haya una historia vivida y compartida con pasión.
El poder de que una marca no sea un logotipo, sino una cultura corporativa.
El poder, en resumen, de que las empresas tengan carácter.