Artículo publicado en ABC de Sevilla el domingo 3 de diciembre de 2017

La reciente aprobación por unanimidad en el Pleno del Ayuntamiento de Sevilla de la implantación de un servicio de wifi gratuito en toda la flota de autobuses públicos revela el grado de adoctrinamiento digital que sufre la sociedad actual. Nadie ha cuestionado (ni en el Consistorio ni en la calle) la prioridad y utilidad de la medida, que probablemente no tendrá otra consecuencia que la de acabar con los dos o tres pasajeros que todavía aprovechan los trayectos en transporte público para abrir un libro. A tanto llega la aceptación sumisa e incondicional del discurso de progreso asociado a la digitalización, que todo aquel que se atreva a cuestionarlo, aunque sea parcialmente, corre el riesgo de pasar por reaccionario. Arropada por un relato emocional construido con conmovedoras imágenes de abuelos que gracias a la tecnología pueden hablar con nietos que viven en el otro punto del planeta, la digitalización ha adquirido los rasgos de un dios civil que viene a traernos un mundo mejor.

El progreso digital se presenta hoy como una realidad inexorable e inobjetable, avalado por todo un “storytelling” global que no sólo ha logrado legitimar la invasión totalizadora de la tecnología en nuestras vidas, sino que ha sido capaz de transformar nuestras convicciones hasta un punto del que no somos conscientes, haciendo que pasemos por grandes “avances” y “conquistas” lo que probablemente sean retrocesos sociales. Así, lo que ninguna patronal ha conseguido, lo que ni el capitalismo más salvaje se ha atrevido a sugerir en los últimas décadas, la disolución de las fronteras entre el espacio y el tiempo de ocio y de trabajo, lo ha logrado de forma asombrosa la nueva narrativa publicitaria de las grandes marcas tecnológicas, presentando como un deslumbrante progreso la “ventaja” de poder trabajar desde casa a cualquier hora del día y de la noche o la no menor “fortuna” de poder llevar la oficina a cuestas en el móvil. Un adelanto (bautizado como “conciliación”) casi tan entrañable y humano como la posibilidad de ver a través de una pantalla al nieto que no se puede abrazar, exiliado por el nomadismo profesional de los padres.

El progreso digital se presenta hoy como una realidad inexorable e inobjetable, avalado por todo un “storytelling” global que ha sido capaz de transformar nuestras convicciones hasta un punto del que no somos conscientes

Pero la invasión de la digitalización de nuestro espacio privado se produce no solo para el trabajo, sino también para el ocio. La industria de los videojuegos crece año tras año, y lo hace apoyada en un consumo creciente de los jóvenes, cada vez más niños, pero también de los propios adultos, cada vez más niños igualmente. La (in)cultura de la “gamificación” se propaga exponencialmente, rodeada de un aura de prestigio que la justifica y legitima socialmente. Todo lo que es aburrido, tedioso, exigente, pausado, merece ser desterrado, y la distracción, antaño perseguida por impedir la reflexión, la memoria, la ciencia, las artes y la cultura, se proyecta como la nueva forma de inteligencia.

Tal es el prestigio de este nuevo ecosistema digital orientado a la distracción y la interrupción continuas que no sólo le hemos entregado el tiempo libre de nuestros hijos: también le hemos abierto las puertas de la escuela. Sin evidencia empírica alguna que respalde la digitalización de la enseñanza, con el huero ropaje intelectual de argumentos como “todo está en Internet”, “las habilidades serán en el futuro más importantes que el conocimiento”, o “los trabajos que harán nuestros hijos aún no han sido inventados”, estamos bendiciendo la flagrante precarización intelectual de las nuevas generaciones, cada vez más incapacitadas para la lectura y para cualquier clase de actividad que exija más de cinco minutos de concentración.

Hace poco adquirió “viralidad” la foto de un político al que se le había caído el móvil en una paella, después de hacerse un “selfie” que con toda seguridad pensaba propagar a través de las redes sociales. A los internautas les pareció una imagen muy divertida. Pero no lo era. Más bien, era casi una imagen apocalíptica: la metáfora de una sociedad enferma, que muestra ya los síntomas del virus digital que la ha infectado. Un virus que, como mínimo, está perjudicando el debate público y mermándonos en nuestra condición de ciudadanos. Si la política está degenerando en un ejercicio de exhibicionismo público, vulgar y sin contenido, es porque responde a una sociedad cada vez más frívola, superficial, infantil e inculta, que dice que no lee porque no tiene tiempo, pero que en realidad pierde el tiempo a mansalva, entretenida por la digitalización hasta caer exhausta, ahora en Sevilla también en el transporte público.

La (in)cultura de la “gamificación” se propaga exponencialmente, rodeada de un aura de prestigio. Todo lo que es aburrido merece ser desterrado, y la distracción, antaño perseguida por impedir la reflexión, se proyecta como la nueva forma de inteligencia.

Tan atentos como estamos a expulsar de la escuela y de la vida pública cualquier creencia que vaya más allá de la razón, sobre todo si tiene que ver con la fe católica, parece mentira que nadie se esté cuestionando el adoctrinamiento que estamos recibiendo constantemente para entregarnos a esta nueva fe digital.  La tecnología no es neutra ni es inocua. No es el empleo que se hace de ella. La tecnología presupone  un uso: lleva el propósito en sus entrañas. La digitalización nos proporciona ventajas indudables, qué duda cabe, pero deberíamos cuestionarnos su carácter de mesías redentor para todos  nuestros problemas. La inundación por la gran marea tecnológica de nuestros espacios privados, y de los espacios públicos de educación y de convivencia, merecería una reflexión pausada. Esa que precisamente cada vez realizamos menos, al estar todo el día pendientes del mail, del whatsapp, de twitter, de facebook, y de atender todas las llamadas que recibimos por el móvil.