Artículo publicado en Abc de Sevilla el domingo 27 de mayo de 2018

En el storytelling global, un relato destaca sobre todos los demás. Se trata la transformación digital, convertida en la religión del siglo XXI, el nuevo opio del pueblo, el pensamiento inquisitorialmente impuesto, pero tan hábilmente administrado, tan desahogadamente comunicado, que se presenta a sí mismo como subversivo, seductoramente envuelto de eslóganes que nos invitan a “pensar diferente” y a “cambiar las reglas” precisamente para que todos acabemos pensando lo mismo y compartiendo las mismas reglas. La transformación digital es, ya hoy, el nuevo bienpensar, pero el medio que ha alcanzado para serlo es un discurso tan hábil y artero que presenta la ortodoxia como un llamamiento a la rebelión.

En el discurso publicitario de las grandes marcas la herejía es un argumento tan recurrente como falso. No hay nada menos subversivo que lo que se anuncia como tal. La irreverencia es solo una argucia comercial, un embuste más de la mercadotecnia, la fórmula provocadora para el mantenimiento del status quo, el recurso táctico del establishment para que los jóvenes sean más convencionales y previsibles que nunca sintiéndose más alternativos e impredecibles que nunca. Y en la transformación digital se demuestra. Los revolucionarios avances tecnológicos con los que íbamos a cambiar las reglas no solo no han modificado las estructuras sociales, sino que han jugado abusivamente a favor de la aristocracia del dinero: nada está siendo más reaccionario que el progreso digital.

Tan indiferente a los hechos como la postverdad, el mito digital, que discursivamente es postverdad en estado puro, se alimenta a sí mismo con el vaticinio de lo que viene, con el realismo mágico de las tendencias, con el augurio alentador de un futuro excitante.

Y si no somos conscientes de ello, es porque estamos seducidos por el mito. El relato de la transformación digital es una colección de mentiras y promesas incumplidas tan apabullante que su único precedente similar es el marxismo. Ni siquiera las religiones le son comparables, pues las promesas que vierten aquellas son para la otra vida. La transformación digital, como el marxismo, alimenta, en cambio, sus esperanzas para esta vida, y lo hace revestido por una imagen pseudocientífica fascinante, que reemplaza el análisis histórico por la mucha más sugestiva pronosticación. Tan indiferente a los hechos como la postverdad, el mito digital, que discursivamente es postverdad en estado puro, se alimenta a sí mismo con el vaticinio de lo que viene, con el realismo mágico de las tendencias, con el augurio alentador de un futuro excitante.

A las promesas de las religiones siempre se les reprochó su inverificabilidad. Anunciaban un mundo mejor cuya existencia nunca podría demostrarse. Como ya he dicho, las promesas del mito digital son para esta vida. Pero su relato las blinda igualmente de cualquier comprobación. Y lo hace a través del ocurrente pero muy fullero argumento de echarnos la culpa del mal uso de la tecnología. En la dialéctica fraudulenta del mito, todas las pruebas de la estafa digital carecen de valor, pues el problema nunca radica en la tecnología, sino en las organizaciones y personas que no son capaces de aprovechar sus infinitas bondades. Y como evidencia de la verdad digital siempre aparece un caso de éxito, el testimonio de alguien que efectivamente consiguió hacer fortuna en el nuevo escenario post-analógico y que envanecido por su éxito se presta a decirles a los demás lo torpes que son, y lo mucho que se pierden por dudar de la nueva fe tecnológica.

Si en el pasado nos convencimos de que los problemas de la democracia se solucionan con más democracia, el nuevo mantra de la vida pública es que los problemas de la tecnología se solucionan con más tecnología.

La falta de creencia y de competencia es, en efecto, la gran treta que el mito digital utiliza para salvar la distancia entre sus promesas y sus resultados. Son los empresarios y las administraciones los que no lo están haciendo bien. Son los políticos, los medios y los ciudadanos los que están confundidos, y la culpa es nuestra, en ningún caso de la tecnología, que ofrece ventajas y oportunidades que neciamente no estamos sabiendo aprovechar. Poco importa que en su conjunto el efecto de la digitalización haya sido ruinoso para la gran mayoría, que el progreso anunciado haya sido retroceso en los grandes valores de nuestro sistema de convivencia: transparencia de la vida pública, calidad de la participación política, seguridad y estabilidad en el empleo, educación en la tolerancia y el respeto, solidaridad e igualdad entre clases…. Como siempre aparece un agraciado que da fe de lo contrario, automáticamente el problema deja de ser de la tecnología, para recaer en el mal uso o insuficiente adaptación a ella.

Si en el pasado nos convencimos de que los problemas de la democracia se solucionan con más democracia, el nuevo mantra de la vida pública es que los problemas de la tecnología se solucionan con más tecnología. Y en esa espiral autodestructiva estamos, cavando más hondo nuestra propia fosa, cada vez más ciegos e insensibles a las evidencias que muestran que la transformación digital, con toda su utopía de un mundo mejor y más justo, no es más que marketing promocional de sí misma, un medio para su propio fin, un discurso de trascendencia para un propósito mezquino y exclusivamente mercantil, disolvente de muchos de los avances y grandes conquistas sociales y políticas de las sociedades occidentales desde la Ilustración hasta hoy. Es hora de quitarnos la venda y descubrir la verdad oculta tras el mito. Y la verdad es incultura y gamificación, empoderamiento de la ignorancia, manipulación electoral e intoxicación informativa, empobrecimiento del debate público, exaltación de las emociones frente a la racionalidad, gobierno de la mercadotecnia, abusivos monopolios empresariales, precarización del empleo, aumento de las brechas salariales y deslocalización de la producción hacia países con mano de obra esclavizada. El mito digital no es una mera patraña: es la gran patraña.