La OMS tiene establecidos cinco criterios de comunicación para la gestión de los brotes epidémicos. Son inmediatez, confianza, transparencia, credibilidad y empatía. Analicemos en qué medida estas premisas han estado presentes en la comunicación que han realizado las administraciones públicas en España y en particular el Gobierno central, como administración que concentró todas las competencias durante el Estado de Alarma.
Inmediatez. En brotes epidémicos, la inmediatez es sinónimo de anuncio temprano y urgente. Supone además la asunción de que es preferible pecar siempre por exceso de alarma que subestimar el daño o las consecuencias. Asumir la responsabilidad de lanzar mensajes incómodos. Los hechos objetivos son que el primer caso de coronavirus se conoció en España el 31 de enero, en las Islas Canarias, y, dentro de la península, el 26 de febrero. El 8M el Gobierno autorizó una manifestación masiva, tres días antes de que la OMS elevara la crisis a la categoría de pandemia y seis días antes de declarar el Estado de Alarma. Hasta entonces, todos los mensajes fueron más bien de llamamiento a la tranquilidad y minimización de los riesgos.
Confianza. El Gobierno intentó sembrar confianza apelando a la idea de que todo estaba bajo control. Pero los llamamientos a la tranquilidad previos al confinamiento se volvieron como un boomerang contra la comunicación de fuentes oficiales. Los mismos videos y declaraciones públicas que se hicieron virales diciendo aquí no pasa nada, está todo bajo control, se convirtieron, tras el reconocimiento de la gravedad de la situación, en memes ridiculizando a esos portavoces, sembrando sospecha sobre la verdad oficial (y de paso, abonando el terreno a las fake news). Para bulos, se dijo, los del Gobierno: esto no irá más allá de una gripe, las mascarillas no sirven para nada, etc.
Transparencia. En relación con la transparencia, es innegable que durante la pandemia se ha ofrecido mucha información y ha existido un uso abundante de las herramientas clásicas de la comunicación y, como símbolo de todas ellas, de la rueda de prensa. En el periodo que va del 13 de marzo al 19 de mayo, y según un estudio realizado por tres profesores de la Universidad de Málaga, A Coruna y Vigo, el Gobierno ofreció más de setenta ruedas de prensa, de las que el presidente protagonizó once. Y sin embargo, pasaron muchas cosas que perjudicaron la percepción de transparencia. En las primeras comparecencias, las preguntas fueron filtradas por el secretario de comunicación, lo que acabó provocando la protesta y después la ausencia de algunos medios. El acceso a las imágenes de la pandemia fue hasta tal punto dificultado que el reciente premio Pulitzer de Fotografía, un fotógrafo andaluz, Emilio Morenatti, ha reivindicado ese premio como un desquite frente a los obstáculos interpuestos para el ejercicio del fotoperiodismo. Numerosas peticiones de información de los medios sobre cuestiones claves no fueron atendidas, de modo que, en diciembre de 2020, el Consejo de Transparencia había dictado 25 resoluciones obligando a distintos ministerios a entregar información que se mantenía oculta. Una de ellas era la que obligaba al Ministerio de Sanidad a dar el nombre de los expertos de su Comité… tras lo cual reconoció que estos expertos no existían. Y sobre todo, no solo los medios, sino la propia opinión pública, percibió un uso espurio de la rueda de prensa, como instrumento que se estaba empleando no para informar, sino para otros objetivos. Las elocuciones iniciales, previas a las preguntas de los periodistas, se extendían hasta treinta minutos, de los que la información relevante ocupaba una ínfima parte. Incluso el propio esfuerzo gubernamental por combatir la infodemia fue interpretado en clave de control y deseo de perjudicar la transparencia limitando la libertad de expresión y el derecho a la información.
Credibilidad. En la segunda mitad del siglo pasado, varios investigadores de la Universidad de Yale demostraron que la credibilidad del mensaje se relaciona con la credibilidad del portavoz y esta, a su vez, depende de dos factores fundamentales: su experiencia y su independencia. Si el portavoz es experto y así lo demuestra, el mensaje es más creíble. Del mismo modo, si el portavoz es independiente y no tiene intereses particulares en el asunto que trata, igualmente su mensaje es más creíble. Aunque el Gobierno distinguió dos planos de comunicación (el científico-técnico y el político), ambos planos se mezclaron y confundieron. Hemos tenido un portavoz científico que ha aparecido en programas de entretenimiento, que ha bromeado y adoptado tonos de familiaridad con los periodistas improcedentes y que se ha pronunciado sobre cuestiones políticas más de lo debido. Inversamente, los portavoces políticos han invadido el espacio de los científicos cada vez que han querido. A pesar de las constantes alusiones al criterio de los expertos, la sensación era la contraria. En dos congresos científicos, los expertos (representados por las sociedades científicas) plantearon serias objeciones a las políticas públicas relacionadas con la pandemia. El ejemplo más reciente de esta brecha entre ciencia y política lo hemos visto en la retirada de las mascarillas. Una decisión que debía ser anunciada por un portavoz científico y argumentada técnicamente, la asume el principal portavoz político en el contexto más político posible. En un acto público en el Círculo de Economía. En medio de toda la polémica por los indultos y por el apoyo de los empresarios a estos indultos. La elección del portavoz, del escenario, del público, del momento… Todo estaba en contra de la credibilidad del mensaje como decisión apropiada científicamente.
Empatía. Hay un estudio de fin de master de una alumna de la Universidad de Sevilla que resulta muy elocuente del estilo de comunicación que se ha practicado. Ese trabajo analiza los discursos de los portavoces de las Fuerzas Armadas que inicialmente comparecieron ante los medios (y que fueron borrados del mapa en cuanto uno de ellos dijo que la Guardia Civil estaba trabajando para minimizar las críticas al Gobierno). Esos discursos estaban trufados de mensajes directos a la población y apelación a la unidad y a los sentimientos: “todos unidos venceremos este virus” , “todos juntos llegaremos hasta el final, no tengan ustedes la menor duda, sepan ustedes que ya lo estamos venciendo”, “la unión hace la fuerza”, “no hay problemas que todos unidos no podamos resolver”… incluso un verdaderamente profético “si todos cumplimos al año que viene podremos celebrar la Semana Santa”. Un contenido no solo paternalista, sino lleno de tópicos y lugares comunes, más cercano a un manual de autoayuda que al estilo informativo que demanda una comparecencia a medios. Pues bien, ese estilo, aún más exagerado, fue también el que presidió las intervenciones de la máxima autoridad política. En muchas de las intervenciones que escuchamos, la sensación era… cuándo va a empezar a decir algo. La ampulosidad y la grandilocuencia de los mensajes contrastaban radicalmente con la ausencia de información fiable. Los contenidos y las apelaciones emocionales ganaban por goleada a la argumentación racional basada en evidencias. Por decirlo de algún modo, se produjo una pasada de frenada brutal en la búsqueda de la empatía, con efectos bastante contrarios.
¿Qué hay detrás de estos errores?
Este análisis previo me sirve para aterrizar en la idea fundamental de este artículo. La de que la pandemia ha dejado al descubierto las vergüenzas de la comunicación actual. Porque que todo esto haya pasado no es casual, sino que tiene mucho que ver con la evolución de la comunicación. Y con su sospechosa instalación en el territorio del relato, tan alejado de los orígenes de esta disciplina.
Hoy comunicación y marketing son términos que se emplean casi indistintamente: en el ámbito empresarial y más aún en el político. Y, sin embargo, la comunicación (así llamada en la Europa continental, y denominada relaciones públicas en el ámbito anglosajón) es una disciplina que nace y se conforma en franca y directa contraposición a los objetivos del markerting y a los códigos estilísticos de su herramienta de promoción privilegiada: la publicidad.
Así, si el territorio natural de la publicidad era el del mercado, el territorio natural de la comunicación era la opinión pública. Si la publicidad se dirigía a los clientes reales y potenciales, la comunicación se dirigía a todos los grupos de interés. Si la publicidad hablaba solo de los temas que interesaban a los anunciantes, la comunicación nacía para someterse a la agenda pública, y para hablar de los temas que interesaban a los medios en su función de vigilancia de los poderes públicos y fácticos. Si la publicidad compraba espacios en los medios y blindaba el contenido de lo que aparecía en ellos, la comunicación los ganaba por méritos propios (o lo perdía) y se exponía a que la información publicada diera la vuelta como un calcetín a los contenidos distribuidos. En suma, si la publicidad era lo que una marca, un político o una institución decía de sí misma, la comunicación era lo que un tercero (y particularmente los medios, en representación de la opinión pública) decía de esa marca/institución.
Esa diferencia fundamental de concepto y de objetivos llevaba a modos de contar las cosas totalmente antagónicos. Los de la comunicación eran los propios del periodismo: la objetividad, la separación de la información y la opinión, el estilo aséptico en la información, el racionalismo frente al sentimentalismo, la pirámide invertida y la jerarquía de la información, de más a menos importante, la respuesta a las 5Ws. La comunicación aspiraba a la persuasión, pero solo a través de los dos ejercicios fundamentales del periodismo: la información basada en hechos y datos; y la editorialización o argumentación. La seducción publicitaria, la fabulación, la conexión emocional estaban tan lejos de la comunicación como el método científico lo puede estar del arte.
Pues bien, la gran paradoja de la evolución de la comunicación es que cada vez se parece más a aquello de lo que pretendía huir, de modo que su confusión con el marketing no es solo meramente terminológica. Frente a esa comunicación de los orígenes, cercana al periodismo en sus formas y contenidos, la comunicación actual se ha lanzado a la narrativa y a la construcción de mitos, ha convertido el relato en el santo y seña de su ejercicio profesional, ha priorizado la conexión emocional sobre la persuasión racional, ha sustituido los hechos, argumentos y datos por propósitos, misiones y visiones, y por todo ello está mucho más cerca de la ficción y la fábula que de la realidad.
Relato sin verdad y sin información
Desde esa inclinación de la comunicación hacia la emoción y hacia un relato prefabricado en el que se encajan los hechos, aunque sea de forma grotesca, se entiende mucho mejor por qué la pandemia se ha comunicado como se ha comunicado, tan lejos de las recomendaciones de la OMS (cuya práctica comunicativa, también hay que decirlo, ha estado en franca disonancia con su teoría). Por qué se demoraron los mensajes incómodos sobre el riesgo real. Por qué se inventaron comités de expertos y se dificultó el trabajo de los fotógrafos. Por qué las ruedas de prensa estuvieron más cerca de los mítines e incluso del coaching que de la información pura y dura. Por qué se hipertrofió el contenido sensiblero y emocional sobresaturando el espacio público de apelaciones directas y superfluas a los ciudadanos que tuvieron el único resultado de cabrearlo. Por qué cada intervención del presidente del Gobierno se planteó como un discurso épico para la historia y no como una rendición de cuentas ante la opinión pública. Por qué se permitió que el portavoz científico se convirtiera en un icono pop. Por qué, de tanto buscar la empatía de la audiencia, se provocó su hartazgo. Todo esto ocurrió porque se antepuso el relato a la verdad, el propósito a los hechos, la emoción a la razón.
En efecto, la pandemia nos ha dejado importantes lecciones de comunicación. Pero no son las que se están contando: falta de planificación, portavoces no suficientemente profesionales, improvisación de mensajes, etc. Lo que los profesionales de la comunicación hemos podido comprobar es que el rey al que habíamos coronado estaba desnudo, y que el relato sin información y sin verdad es el peor estilo de comunicación posible, sobre todo en una crisis sanitaria. Que la entrega en brazos del storytelling, especialmente en contextos en los que la comunicación se pone a prueba, es garantía de fracaso, y no es extraño que lo sea, porque es una desnaturalización absoluta del espíritu original de esa disciplina surgida con el nombre de relaciones públicas en Estados Unidos a principios del siglo XX.
Naturalmente, los intereses políticos han podido influir en los problemas de comunicación de la pandemia. Pero, como profesionales, creo que esta crisis sanitaria nos invita a la reflexión sobre si realmente la deriva de la comunicación actual es adecuada o nos aleja de la autenticidad, simplicidad y transparencia informativa que constituían los principios fundacionales de nuestra disciplina. Sobre si el branded content (¿se imaginan un contenido patrocinado como respuesta de comunicación a una crisis sanitaria?) es una evolución o una involución cercana al gran horror del publirreportaje. Concedo que la respuesta no sea ni blanco ni negro. Pero desde luego me niego a sacralizar el relato y a conceder cualquier relevancia al propósito. Hannah Arendt lo explicó muy bien y todos los dircoms los entenderíamos si sustituyéramos las skills por la filosofía: las intenciones necesitan oscuridad para ser auténticas. La visibilidad automáticamente traslada la misión al territorio de la sospecha, convirtiéndola en dudosa (y casi deshonesta). Por eso, en contra de lo que decía Sinek, hay que explicar lo que hacemos, mucho antes de por qué lo hacemos. Y, por eso, sobre todo, lo que nunca hay que hacer es inventarse una misión grande a la que atribuirle unos hechos pequeños.
Cicerón, el gran maestro romano de la oratoria, utilizaba un concepto en el que podemos encontrar la clave: el decorum, cuya traducción más apropiada es “lo conveniente”. Adaptar el estilo a lo que pide el lugar y la situación. Y de lo que no me cabe la menor duda es que esta pandemia demandaba más información que relato, más austeridad que grandilocuencia, más humildad que autobombo. O sea, exactamente lo contrario de lo que hemos tenido, quizás por razones políticas, pero probablemente también porque ese es el estilo que predomina, en contradicción clamorosa con los rasgos esenciales y diferenciadores de esa disciplina llamada comunicación/relaciones públicas.