Artículo publicado el domingo 17 de diciembre de 2017 en ABC de Sevilla
En un deslumbrante ensayo titulado “La tentación de la inocencia”, el filósofo Pascal Bruckner describió con afilada lucidez las dos patologías más graves de la sociedad actual: el infantilismo y la victimización. El infantilismo, entendido como la pretensión de los adultos de disfrutar de todos los beneficios de los menores, sin obligaciones ni deberes, autorizados para desearlo todo y para además tenerlo todo al momento. La victimización, como el resultado irreversible de esa cultura del deseo como derecho, estimulada por el consumismo y una forma de vida orientada a la diversión continuada. El adulto-niño quiere (exige) ser feliz en el acto, y, si no logra, se cree en el “derecho a una compensación por su sueño mutilado”.
Pero la aportación más brillante de Bruckner es, a mi juicio, descubrir la rentabilidad de esa queja. “Si los falsos crucificados proliferan en nuestros días se debe también a que pueden rentabilizar sus sinsabores”, escribe con perspicacia, para añadir a continuación que la victimización es la forma de sacar partido al hastío en que se haya instalado el hombre-niño, una “nueva manera de vivir” de la que puede obtener suculentos réditos, sólo entendible en una sociedad que combina una avidez sin límites con una falta de compromiso absoluta, que espera recibirlo todo sin renunciar a nada, donde los “bienpesantes” han sido sustituidos por los “biendolientes”.
En ese “reino del lloriqueo obligatorio”, la victimización no sólo ha adquirido prestigio social, sino que ha acabado convirtiéndose en “la versión fraudulenta del privilegio”, el subterfugio a través del cual las víctimas más hábiles sugieren que la ley tiene que aplicarse a todos salvo a ellos y esbozan “una sociedad de castas al revés donde el hecho de haber padecido un daño reemplaza las ventajas de la cuna”. “Para que una causa llegue a la Opinión Pública hay que aparecer como una víctima de la tiranía, hay que imponer una visión miserable de uno mismo, la única capaz de concitar las simpatías: en este sentido, ninguna fórmula resulta excesiva, la ascensión verbal a los extremos está aconsejada, la menor tribulación debe ser elevada a la altura de ultraje supremo”, explica el autor francés.
En ese “reino del lloriqueo obligatorio”, la victimización no sólo ha adquirido prestigio social, sino que ha acabado convirtiéndose en el subterfugio a través del cual las supuestas víctimas sugieren que la ley tiene que aplicarse a todos salvo a ellos y esbozan “una sociedad de castas al revés donde el hecho de haber padecido un daño reemplaza las ventajas de la cuna”.
Y así es como ocurre esa terrible paradoja de que ciudadanos de países democráticos, con un reconocimiento de su libertad y sus derechos sin parangón en la historia de la Humanidad, se convencen de ser presos de Estados tiránicos, equiparables a aquellos donde efectivamente la libertad se impide y los derechos se prohíben, donde se practican los asesinatos y las torturas, donde no se respeta el habeas corpus, donde no se consienten las elecciones libres, donde la justicia no la imparten jueces independientes, donde toda la información de los medios es falaz, donde la libertad de expresión, opinión y manifestación está perseguida y reprimida, donde la mayoría de la población pasa hambre y penalidades por no tener sus condiciones de vida mínimamente satisfechas.
Para estos “biendolientes” profesionales, “que adoptan la pose del resistente sin correr ningún riesgo”, sus propios incumplimientos no tienen importancia, porque ellos no tienen más obligación que satisfacer su propia voluntad, ser “fieles a sí mismos” hasta el final. En cambio, si sus pretensiones no son satisfechas por “el Estado providente”, proveedor de derechos y bienestar, entonces éste adquiere automáticamente la categoría de fascista u otra aún peor, pues, como explica Bruckner, para alcanzar imaginariamente “el estatuto del oprimido”, el victimista se autoriza todos los excesos léxicos y es capaz de elevar su conflicto “al nivel de una reedición de la lucha contra el nazismo”.
Escribe el filósofo francés: “¡Fascismo! Ya está, la palabra que no podía faltar. ¿Qué es el fascismo en la época del laxismo infantil? ¿Una forma de régimen totalitario basada en el reclutamiento y en el culto de la pureza racial? Se equivoca usted de medio a medio: el fascismo es todo lo que frena o contraría las preferencias de los individuos, todo lo que restringe sus caprichos”. Y así el “victimista” profesional transmuta la verdadera naturaleza del fascismo (o del franquismo) para inferirle esa cualidad al Estado democrático y de Derecho que no le concede autorización para hacer lo que quiere, que no le deja vía libre para “realizarse” y realizar su indignada voluntad. Tal magnitud alcanza la extorsión de los “biendolientes”, que el gran riesgo de nuestras democracias es precisamente la cesión ante ese chantaje, la cual despojaría al derecho de su condición de instrumento de protección de los débiles, para convertirlo en medio de promoción de una nueva casta de defensores de las causas más inverosímiles.
Tal magnitud alcanza la extorsión de los “biendolientes”, que el gran riesgo de nuestras democracias es precisamente la cesión ante ese chantaje, la cual despojaría al derecho de su condición de instrumento de protección de los débiles, para convertirlo en medio de promoción de una nueva casta de defensores de las causas más inverosímiles
Resulta difícil no relacionar estas ideas con la impostura victimista de los políticos independentistas catalanes (y sus amigos de Podemos), “maestros en el arte de colocar sobre sus rostros la máscara de la humillación” y portadores de un individualismo pueril incapaz de “renunciar a la renuncia”. Frente a estos dos virus contagiosos del infantilismo y la victimización que se propagan como una pandemia por las sociedades democráticas, tan evidenciados en los “biendolencia” catalana como en la verborrea delirante y desmedida de Pablos Iglesias y los suyos, que ven franquistas por todas partes, sólo cabe responder con la actitud contraria, responsable y adulta, de defensa y promoción de la legalidad, no como “máquina de multiplicar los derechos de unos pocos sin fin y sin contrapartida”, sino como mecanismo de preservación de la libertad y la igualdad de derechos de todos.