Artículo publicado en Abc de Sevilla el 1 de diciembre de 2019
En una entrevista en vídeo que se ha difundido bastante por redes, el político socialista Eduardo Madina, al que algunos ahora invitan a abanderar la oposición interna a Sánchez, confiesa que una de las cosas que peor lleva de la vida pública es la naturalidad con la que se asume el principio de contradicción: una semana se realiza una afirmación y, a la siguiente, se hace la opuesta; unos días antes de las elecciones la hipótesis de una determinada coalición política causa preocupación e insomnio y, unos días después, es la mejor opción posible para el futuro de España. Sin embargo, el fenómeno, a mi juicio, es aún más grave de lo dice Madina: la discordancia se ha instalado en la vida política no ya en diferido, como una forma de auto-rectificación, sino en tiempo real, como una forma de decir lo que no se dice y viceversa.
De hecho, una de las tendencias más desconcertantes de la esfera pública es lo que podríamos llamar la “desposesión semántica” de las palabras. Durante las semanas de disturbios en Cataluña asistimos a una verdadera apoteosis de este fenómeno, no solo ya por parte de las autoridades sino de los miles de jóvenes que colapsaron calles, carreteras e infraestructuras críticas. Los cachorros del independentismo estaban perfectamente entrenados en ese ejercicio entre cínico y obtuso de negar con las palabras exactamente aquello que practicaban con los hechos. “Somos gente de paz”, “rechazamos la violencia”, decían, al tiempo que arrojaban objetos, incendiaban contenedores o coaccionaban a quienes osaban reprenderles. Solo ante la presencia de una cámara grabando cambiaban un poco de actitud, y ni siquiera del todo, como si las palabras lanzadas en flagrante contradicción de sus actos, y vaciadas por completo de su significado original, tuvieran el poder de mitigar la evidencia de las imágenes.
Cataluña es una comunidad en la que hace tiempo que las palabras no expresan nada, y a veces parece que enuncian hasta lo contrario de que en realidad aseguran. Conceptos como “democracia”, por ejemplo, han sido totalmente descargados de sustancia, convertidos en carcasas huecas que funcionan como meros arietes propagandísticos. La gran paradoja de las nuevas formas de comunicación política es que quienes más reivindican ciertos valores son en realidad quienes más los agraden, de modo que quienes apelan a la democracia son los que la pisotean, quienes piden libertad de expresión y decisión son los mismos que amenazan verbal y físicamente a los que discrepan con ellos y los que presumen de pacíficos son precisamente aquellos que empujan, gritan, amenazan y golpean. Y no pasa nada, porque las palabras han sido liberadas de sus ataduras semánticas. Ya no denotan, solo connotan, y de una forma bipolar tan poderosa que quien es capaz de adueñarse de una palabra positiva puede afirmar lo contrario de lo que hace sin temor a ser denunciado en su contradicción.
Y así lo importante hoy no es ser demócrata, pacífico, solidario o tolerante, sino decirlo, manifestarlo a todas horas, constantemente, y practicar por ejemplo la militancia arrogante, efervescente y agresiva del feminismo de salón, o más bien de manifestación, que viene a ser lo mismo, tanto en la calle como en las redes sociales, como hacen hoy miles de hombres progres cuyas conductas en la vida privada son el ejemplo más opuesto a la igualdad que uno pueda imaginarse. En la sociedad de la imagen, donde lo que importa no es ser sino parecer, las propias palabras son también apariencia, marcas más que significados, puro branding, logotipos verbales que se utilizan para ser más cool, blindarse frente a la contradicción y despertar emociones capaces de derrotar a la racionalidad y el discurso lógico. Despojadas semánticamente de su valor, las palabras ya no son recursos para el engaño, sino en sí mismas falsas: la gran mentira de la vida pública actual.
No es por ser agorero, pero, de confirmarse la coalición de gobierno PSOE-Podemos, me temo que la contradicción en tiempo real puede llegar en la vida pública nacional a niveles de paroxismo similares a los de Cataluña. Comparecerán ante los medios Pedro Sánchez y Pablo Iglesias y contarán a la opinión pública (sin someterse a preguntas) que no están perjudicando fiscalmente a las clases medias, ni están agravando el déficit público, ni están desarrollando una negociación bilateral con los separatistas catalanes y lo harán al modo en el que los jóvenes independentistas decían que ellos no practicaban la violencia al tiempo que lanzaban petardos, adoquines y botes de pintura contra la “policía opresora”. Nos contarán que están defendiendo el orden constitucional y las libertades democráticas y además lo harán probablemente convencidos de lo que afirman, porque, cuando las palabras no significan nada, ya no hay verdades ni mentiras, solo hay eslóganes, emociones, abrazos, y de todo eso va a haber mucho en esta legislatura que se avecina.
Como reconoce Madina, los políticos han abandonado cualquier pudor en relación con la obligación de ser coherentes con sus manifestaciones anteriores. Sin embargo, con ser eso preocupante, lo que más deberíamos temer es esa disociación entre los significantes y significados políticos, tan habitual en regímenes populistas. Porque cuando eso sucede, cuando la gran estafa de la vida política es el propio lenguaje, cuando las palabras no son significados sino logotipos, entonces lo que tenemos es una esfera pública yerma de racionalidad y arrasada por la ignorancia, el fanatismo y la exaltación emocional.