Hace poco leí una entrevista a un conocido psicólogo, Rafael Santandréu, en la que nos recomendaba a todos, como terapia para hacernos más resilientes (esa palabra tan de moda) y tratar de buscar el lado positivo de las cosas, dedicar unos minutos a pensar cómo sería nuestra vida si nos pasaran cosas como quedarnos sin trabajo, ser abandonados por nuestra pareja o incluso vivir en la calle.
Yo prefiero otra terapia, que consiste en pensar en las rutinas diarias que me resultan una pequeña carga. Y me sirve porque la conclusión de ese ejercicio es que detrás de esas obligaciones se esconden, en la mayoría de las casos, los placeres en los que encuentro mayor gozo, de modo que, al fin y a la postre, lo que más me gusta no es sino la otra cara de lo que me gusta un poquito menos.
Y así por ejemplo es fácilmente comprensible que no me encante especialmente levantarme a las seis y veinte cada mañana, de lunes a viernes, y sin embargo, encuentro pocos placeres más gozosos que los quince minutos de ducha cuando toda la casa está en silencio y los demás siguen en la cama. Ese ratito de paz, con el agua cayendo, sin ni quiera ruido de tráfico en la calle… ¿cuánto vale? Vale mucho, y puedo disfrutarlo gracias a esa alarma tan desagradable que me despierta.
Igualmente resulta de lo más estresante esa media hora larga en la que hay que dar de desayunar a los niños, ayudar a vestirlos y peinarlos, y a que se cepillen los dientes, y hacerles las camas, y prepararles el tentempié de media mañana del colegio, y revisarles la mochila y salir pitando, y a veces corriendo, para no perder el autobús del colegio. Y sin embargo, después de ese momento de precipitación, los veinte minutos de desayuno compartido con mi mujer, a veces en silencio, a veces hablando del trabajo, a veces hablando de los niños y a veces de otras cosas, me parecen un privilegio, y no hay nada mejor que el sabor de la primera tostada, y del último café, sobre todo si es un ciocattino.
Y tampoco es agradable la obligación de llegar a la oficina cada mañana, porque, seamos honestos, incluso si te gusta mucho tu trabajo, como es mi caso, hay días en los que tienes tanto por hacer que sientes el peso del mundo sobre tu hombros, y piensas, ay si pillara una primitiva, y vas por el camino ordenando mentalmente las tareas a las que te vas a dedicar… Y sin embargo ese momento de estrés es el que te regala luego el agradable reencuentro con tu espacio de trabajo, y, en mi caso, con la pantalla en blanco del ordenador, que es el desafío más fascinante y erótico de mi oficio.
Quizás, de todas las actividades que realizo diariamente, el trato con los clientes sea la más exigente, y la que más me que ocupa mentalmente, hasta llegar a provocarme ansiedad. Atender las llamadas o devolverlas, responder a los encargos, solventar una duda, dar explicaciones, pedir disculpas a veces, reenfocar un trabajo que no ha gustado, dándole la razón al cliente aunque te pese, o replicándole aunque te pese igualmente, defender un trabajo que ni siquiera es tuyo como si lo fuera… todo eso, y todo lo que supone lo que en consultoría llamamos dirigir o gestionar una cuenta, es, como digo, a veces sufrido y puede llegar a ser agobiante. Y sin embargo, no encuentro ninguna satisfacción mayor en mi trabajo, y cuando digo ninguna es ninguna, que la felicitación de ese cliente que te ha estado persiguiendo durante días, ni el cariño y la admiración de ese otro que te trata más como un amigo que como un proveedor, ni la recompensa emocional de que alguien te acabe diciendo que lo que tú digas va a misa.
Soy tímido, y hablar en público me resulta un suplicio. En realidad, escucharme me resulta un suplicio. Tengo la teoría de que para hablar realmente bien tiene que gustarte un poco escucharte, y yo prefiero de verdad escuchar a los demás y, cuando tengo algo que decir, desde luego prefiero escribirlo, porque me gusto más escribiendo que hablando. Y sin embargo en poco más de un año he escrito dos libros, dos libros que me han obligado a dos presentaciones en público, dos presentaciones que me tuvieron sin dormir cada una de las noches anteriores, e inquieto muchas más, y puedo asegurar que el haber sido capaz de superarlas, los momentos después de esas presentaciones, con todos esos clientes y amigos acompañándome, no los olvidaré jamás.
Como a todo el mundo, no me gustan especialmente las tareas domésticas. No me gusta pasar la aspiradora, ni limpiar ni ordenar la casa, ni quitar el lavavajillas. Y sin embargo puedo asegurar que el tiempo de domingo por la mañana que regularmente dedico a todo eso ha llegado a convertirse en una especie de evasión, que prefiero por ejemplo a tener que ponerme en el ordenador con algún encargo o trabajo urgente que no puedo dejar hasta el lunes.
Y revisar las tareas de los niños, eso tampoco me gusta. No me gusta tener que recordarles que deben estudiar, ni tener que supervisarles ningún trabajo, ni tener que revisar la correspondencia electrónica del colegio con las actividades a las que hay que apuntarlos… No sé, imagino que habrá gente a la que eso no le desagrade, pero a mí me fastidia, porque es como cargarme con otra nueva responsabilidad: la responsabilidad de los estudios de los niños. Como si no fuera suficiente estar pendiente del trabajo de todo el equipo en la oficina, estar también pendiente del trabajo de ellos en el colegio… Y sin embargo, debo confesar que cualquier buena calificación de ellos en cualquier examen, cualquier comentario elogioso que recibo de mis hijos, de sus capacidades y sobre todo de su actitud, cualquier valoración positiva referida a ellos de sus profesores me proporciona un deleite que ni siquiera un copa de brandy Luis Felipe puede regalarme.
No me gustan los aeropuertos, me estresan los controles de seguridad y detesto pasar el arquito y tener que sacarme todas las cosas del bolsillo, y aún así equivocarme con algo y que me pite. No me gusta tampoco conducir, y cojo la opción equivocada cada vez que tengo que elegir el camino en el desdoble de una autovía, y no digamos cuando voy por una carretera. Y sin embargo, detrás de todas esas incomodidades, encuentro el mayor placer posible, que es el placer de descubrir una ciudad nueva, o redescubrir otra que ya conozco, y, con ella, la mujer que siempre viaja conmigo.
Y así con todo. Los pequeños (grandes) placeres están agazapados detrás de las pequeñas (minúsculas, en realidad) cargas y de las rutinas más fastidiosas, esperando que los descubra y los hagas míos. El placer está en el reverso de las dificultades y las obligaciones.