Artículo publicado en ABC de Sevilla como Tribuna Abierta el 22 de abril de 2018
En 1993, en mitad de la gran crisis económica y de la publicidad, algunas marcas se dieron cuenta de que se estaban dirigiendo al sector demográfico equivocado. Los mensajes comerciales se orientaban mayoritariamente a las amas de casa, pero no a los hijos que ya tomaban sus propias decisiones de compra. Los publicistas pensaron además que en esos jóvenes clientes era sencillo lograr un efecto de contagio. Con lo cual se volcaron en fabricar identidades vinculadas a la cultura juvenil. Dicho de otro modo, los creativos se afanaron en convertir los productos en marcas y las marcas en significados y propósitos trascendentes para los jóvenes, así como en imágenes acordes con su estilo y preferencias.
Lo cool, lo novedoso, lo transgresor se convirtió así en la identidad de las marcas que más exitosamente lograron superar la crisis. En Estados Unidos las organizaciones más cool se confiaron al gusto de los suburbios donde vivía la gente de color. Allí no solo se inspiraban, sino que contrastaban previamente sus prototipos e ideas antes de incorporarlos a su mitología corporativa. La opinión de los adolescentes de los guetos se convirtió en la verdad absoluta del marketing, que logró así no solo ganar para sus marcas a la juventud negra sino multiplicar sus ventas en la juventud blanca, convirtiendo sus decisiones de compra en una especie de acto de rebelión.
Así que, irónicamente, las marcas protagonistas de la cultura de masas reforzaron su omnipresencia en la vida pública haciéndose pasar por alternativas, nutriéndose de contenidos e imágenes de los aledaños del sistema, bebiendo en las culturas indie, punk, fetish, techno, ocupándolas de hecho y presentándose como la encarnación de la transgresión. Las zapatillas deportivas, los pantalones vaqueros y las camisetas de marca se convirtieron, con sus precios desorbitados, en el símbolo de la herejía: la forma de contestación de los niños bien. Todo ello lo explica lúcidamente en su libro No Logo la periodista canadiense Naomi Klein, conocida por sus críticas al capitalismo y la globalización.
«Las marcas protagonistas de la cultura de masas reforzaron su omnipresencia en la vida pública haciéndose pasar por alternativas, nutriéndose de contenidos e imágenes de los aledaños del sistema»
En su caza obsesiva de lo cool, estas marcas hambrientas, que gracias a lo cool se hicieron inmensamente transnacionales, no dejaron territorio adolescente sin explorar, tampoco el político, y causas eminentemente juveniles como el feminismo, la integración racial, la libertad sexual, los nuevos modelos de familia, la digitalización o la diversidad religiosa fueron abrazadas de forma entusiasta por sus directivos y publicistas, convirtiéndose en parte sustancial del storytelling de estas corporaciones, es decir, en los valores y propósitos por los que querían ser reconocidas, incluso a riesgo de molestar a determinados segmentos poblacionales.
No les importaba. Era un daño colateral asumible: la prioridad era vender a los jóvenes, a los hijos de los ricos, y para ello había que adoptar cierto espíritu rebelde, e integrar en el discurso ideas que antaño podían haber resultado incómodas pero que estaban llamadas a ser incontestables, los nuevos vientos imparables de la opinión pública. Y así fue como las marcas, que antes se habían cuidado mucho de pisar ningún charco, empezaron a meterse en todos. O más bien, en todos los que tenían la certeza de que las volvería más cool: desde el feminismo hasta la inmigración, pasando por el maltrato animal, el ecologismo o la regeneración democrática.
Traigo aquí toda esta evolución reciente del marketing corporativo, porque la mayoría de la gente piensa que el sustrato electoral de Podemos son las clases marginadas. Y no es así: son los hijos de las rentas medias y altas, y los analistas políticos no han sabido dar una explicación a este hecho. Y sin embargo, la razón está muy clara y aflora nítidamente en todo lo que he contado hasta aquí. Aunque resulte paradójico, lo que ha hecho Podemos es exactamente lo que vienen haciendo las grandes marcas al menos desde 1993: ganarse el favor de los hijos de las clases medias y altas, alineándose con los descastados, presentándose de forma cool y creando una mitología transgresora que bebe de los símbolos de la cultura marginal, despreciativa de la etiqueta o más bien creadora de una nueva etiqueta cuidadamente descuidada.
«Podemos no es el partido de los marginados. Es el partido que mejor ha usado a los marginados para vender su producto a los hijos de las familias bien«.
De modo que ahora que vuelven a aflorar las supuestas diferencias ideológicas entre Errejón y Pablo Iglesias, conviene subrayar que si el programa de Podemos se nutre de ideas más o menos contrarias a la economía de mercado, el referente de su estrategia de marketing son las empresas transnacionales que fabrican en Asia, las compañías que han convertido sus productos en marcas, y sus marcas en símbolos e imágenes sugerentes para los niños de papá. ¿Admiradores del Che Guevera? Pues sí, probablemente: al estilo de las marcas (salvajemente) capitalistas que lo incorporaron a su iconografía para multiplicar sus ventas en los barrios pijos.
No, Podemos no es el partido de los marginados: el análisis de su sustrato electoral lo revela con toda nitidez. Podemos es el partido que mejor ha sabido utilizar a los marginados para vender su producto, el especialista en incorporar a su discurso los clichés progresistas y tópicos de resistencia y lucha contra el sistema que cautivan a los jóvenes de clase media y alta y que vienen usando desde hace décadas las marcas más cool.