… Y el epítome de su degradación publicitaria

Lo diré sin paliativos: los premios a las campañas de relaciones públicas son el desdoro de la profesión, asimilada ya incluso en esto a la publicidad. No se me ocurre un síntoma más inequívoco de su degradación publicitaria. No puedo pensar en una señal más evidente de la confusión conceptual en la que se halla nuestra disciplina (paradójicamente después de haber alcanzado la cúspide de los organigramas empresariales).

Desde primera hora una de las señas diferenciadoras de las relaciones públicas frente a la publicidad fue su discreción. Mientras el publicista anhelaba los focos, buscaba el reconocimiento de su anuncio incluso por encima del reconocimiento de las marcas anunciadas (algo de lo que las propias empresas empezaron a darse cuenta), los profesionales de las relaciones públicas (re)huían de cualquier clase de visibilidad, asumiendo la convicción de que su trabajo era proporcionar visibilidad a las marcas, no a ellos mismos.

«Los premios a las campañas de relaciones públicas son el desdoro de la profesión, asimilada ya incluso en esto a la publicidad».

Yo empecé muy joven en las relaciones públicas, y es algo que mamé de quienes me enseñaron el oficio. Jamás se me ocurrió ponerme en ninguna foto. Bajo los focos debían estar nuestros clientes. Hasta tal punto eso era una seña de identidad de las relaciones públicas que sobre la profesión cayó el estigma de ser el lado oscuro. Un anatema injusto y formulado desde el desconocimiento más absoluto de nuestra aportación a la vida pública. Nuestro trabajo se hacía en la sombra, en efecto, pero su objetivo era precisamente proporcionar transparencia a las organizaciones, sometiéndolas al juicio público.

Hoy, desgraciadamente, las relaciones públicas empiezan a recorrer el camino inverso: el de exponerse a los focos mientras oscurecen a las marcas. Y así es como los antiguos premios a las mejores campañas de publicidad ahora se amplían y se convierten también en los mejores premios a las campañas de relaciones públicas, convertidas así de esa forma en un mero instrumento del marketing, en un trasunto de la publicidad, la publicidad por otros medios: los del storytelling, la fabricación de mitos y el posicionamiento en falsos valores y propósitos.

«Si los premios a las relaciones públicas son la deshonra de esta profesión, cuando las campañas reconocidas son puro branded content, adquieren la dimensión de auténtico bochorno».  

En La caída de la publicidad y el auge de las relaciones públicas, Al Ríes describió con lucidez la razón del declive publicitario: la creatividad publicitaria era un monstruo que únicamente se alimentaba a sí mismo, no a las marcas, y en todo caso a los departamentos comerciales que la contrataban. Los premios publicitarios, el epítome de esa voracidad egocéntrica de la publicidad, beneficiaban a las agencias y secundariamente a los departamentos de marketing que pagaban las campañas. Mucho menos provecho sacaban de ellos las marcas.

Con esa lección aprendida, las relaciones públicas pusieron todo su empeño en hacer visibles a las organizaciones para las que trabajaban, haciéndose invisibles ellas. Y eso fue en gran medida lo que les hizo ganar de calle. Eso y su conexión con la agenda pública. La publicidad hablaba de lo que a la publicidad le daba la gana. Las relaciones públicas se sometían al interés de los medios, a la agenda setting, a lo que la gente quería saber, a los temas que marcaban la agenda pública. Y lo hacían además a riesgo y ventura, sin espacios patrocinados, asumiendo la posibilidad real de salir escaldados en el intento.

También ese camino se ha desandado y hoy la etiqueta de la comunicación (la denominación europea de las relaciones públicas) se utiliza para designar espacios comprados o campañas abundantemente regadas con inversión publicitaria. Es el eufemísticamente llamado branded content. Si los premios a las relaciones públicas son la deshonra de esta profesión, cuando las campañas reconocidas son tan pagadas como la publicidad, entonces adquieren la dimensión de auténtico bochorno.

Autor


Miguel Ángel Robles

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