Frida en modo brainstorming

Ah, los brainstormings. ¡Qué nos gusta un brainstorming! A mí me gusta más la palabra vomitera. Es más castiza. Reunirnos durante una, dos horas, libres de prejuicios, sin miedo a hacer el ridículo, dispuestos a aportar ideas que nos enriquezcan en torno a un asunto, normalmente una propuesta para un cliente, una idea creativa para un concurso, con la esperanza de que, ¡oh!, al final alcancemos el Santo Grial, y bebamos todos del cáliz brillante sintiéndonos mágicos, inalcanzables, divinos. Hay ocasiones en que de los brainstorming sólo sale diarrea, material inservible, vómito en su acepción más repugnante. Pero otras veces sí que vale, resulta productivo, surgen ideas a las que se les ve la punta. Es, decididamente, un buen instrumento de trabajo.

Pero hay brainstormings que los carga el diablo. Para los brainstorming soy como con la bebida. Hay gente, buenos amigos incluso, con los que me niego a salir de cervezas. Llega un momento en que se ponen insoportables: o violentos, o llorones, o ridículos, el caso es que acaban dándote el día. No saben beber. Con los brainstormings pasa igual. No es una cosa que se pueda hacer con cualquiera. Me gusta hacer brainstorming con colegas que controlan de comunicación, gente creativa pero sobre todo con criterio.

El criterio, complicado concepto. Mi amigo Jesús León decía siempre que hay dos cosas de las que todo el mundo parece entender, aunque en realidad no tengan ni puta: de fútbol y de cine. Bien por él, aunque yo añadiría una más: todo el mundo sabe también de comunicación. Hasta el constructor más garrulo (o gárrulo, todavía no me queda claro) sabe de comunicación. Hasta el ingeniero técnico más enrevesado y solipsista sabe de comunicación. Hasta el empresario más cerril controla. La comunicación es una fiesta, y todo el mundo está invitado a la barra libre.

Performance de Millie Brown.

En esto tengo anécdotas memorables, pero el secreto profesional me obliga a ser cauto. Sin decir nombres ni proyectos, recuerdo especialmente una reunión en la que presentábamos las creatividades asociadas a un importante proyecto inmobiliario. Era un proyecto de gran alcance, que estaba promovido por promotoras bastante señaladas, con la participación directa de entidades financieras y sus divisiones del ladrillo. Eran los tiempos felices de la construcción, así que aquellos directivos de las inmobiliarias tenían mucho tiempo para los brainstorming. Os podéis imaginar el pedigrí: personas con un nivel de formación académica inversamente proporcional al coste de sus Rolex, todos con un punto exhibicionista bastante obsceno (de Mercedes para arriba) y con unos gustos que las holgadas chequeras no habían conseguido refinar (el gusto, por mucho que pretendan los nuevos ricos, no se domestica con dinero). Vestían caro aquellos señores, pero aquello sólo era un espejismo, porque estéticamente eran un desastre. Hablamos, no lo olvidemos, de los años de Marina D’Or, de los flamantes salones inmobiliarios de IFEMA y Barcelona Meeting Point, del exhibicionismo urbanístico que Pantoja y Muñoz elevaron a la categoría de icono. Todos estos eran mis compañeros de brainstorming, los que debían determinar si nuestra propuesta creativa estaba a la altura de lo que ellos esperaban del proyecto. Aún hoy, después de tantos años, el recuerdo viene envuelto en cefalea.

-¿No es un diseño demasiado simple? –decía uno.
-A ese eslogan le falta contundencia –decía otro.
-Esto no huele a dinero –el tercero.

Lo peor no era eso. Lo peor era, como me ha ocurrido más de una vez con posterioridad, que las observaciones entraban en el terreno de lo inadmisible.

-Falta una coma, ¿no? Proyecto inmobiliario está pidiendo la coma.
-Detrás hay un verbo. No es posible.
-¿Cómo que no? –y así.

Esto mismo me ha pasado también con algunos políticos, cuando el político se pone lingüista se parece mucho al empresario lingüista, lo que ocurre es que el político que sabe de comunicación suele ser todavía más terco, y es imposible hacerle entrar en razón. En materia de brainstormings, los políticos son, decididamente, los más desastrosos. Porque es imposible contener las bridas de su creatividad. Porque raramente alguien tiene redaños para atarlos en corto. Porque piensan que no sólo están tocados por la divinidad para crear estupendos programas estratégicos, sino también para bautizarlos.

Así nos va: Impulsa, Conecta, Emprende, Motiva… Y así es como todas las horas perdidas en pensar, en buscar soluciones creativas, en alumbrar ideas con cierto fuelle se van al traste, y los brainstormings se convierten en puro éter. Ventosidad, si nos ponemos escatológicos.

¿Os imagináis a un político, a un empresario, a un directivo de empresa, metido en una sala de operaciones, diciéndole al cirujano que succiones aquí, que saje allá al paciente? ¿O a ese mismo político o empresario intentando convencer al arquitecto de un edificio de que es posible construir sin cimientos? Pero claro, hablamos de comunicación, esa cosa difusa para la que no son necesarias demasiadas aptitudes, y ya sabemos que todo el mundo esconde dentro un poeta. Y si no, mira a Belén Esteban cómo lo está petando en Planeta.

Así que andad con cuidado. Vigilad bien con quién salís de copas y con quién os vais de brainstorming.