Es inevitable: el tiempo acaba volviéndote resabiado. Por más que uno se deje arropar por el embuste, el espejo siempre viene a estamparte contra tu conciencia, y ahí no hay no cabe la impostura. A lo que ayer te deslumbró hoy le ves las costuras, y resultan vulgares, obvias, demasiado evidentes; ¿cómo no las viste antes?

Uno acumula lecturas, películas, viajes, experiencia, y la conmoción cada vez resulta más inusual. Especialmente en la lectura, me he vuelto algo indolente, y también en el cine, con una testarudez que huele a viejo.

En sus últimos años, mi suegro, que había visto mucho cine, que había visto centenares de películas, que se conocía al dedillo la mayor parte de los westerns de John Ford, acabó consumiendo exclusivamente películas de Van Damme y Steven Seagal. Quería acción, nada de adornos, tramas básicas, directas, planas, sin enrevesamiento. Su gusto se había limado de aristas, pero en cierto modo, también, se había vuelto exigente: quería que le sirvieran, limpio de adornos, entretenimiento puro y duro.
La madurez nos vuelve impermeables, ariscos, difíciles de contentar cuando nos cambian algún ingrediente o incluso nos mueven el plato de sitio. Pero a la vez tenemos mucho más claros cuáles son los platos que de verdad nos alegran las papilas: el gusto, a fuerza de experiencia, se nos ha educado, y estamos mejor preparados para reconocer qué elementos sobran en la comanda.

En comunicación me ocurre algo parecido a, por ejemplo, lo que me sucede con los libros o el cine. Por mucho que me digan que Gravity es una obra maestra, por mucho que la atiborren de Óscars, nadie va a quitarme de la cabeza que es un dechado de mediocridad. Si cojo un libro de Dan Brown, antes de que se me caiga de las manos, lo único noble que consigo supurar es ironía. Por más que abran franquicias de Sureña, nadie va a conseguir que afirme que tomar una cerveza en esos establecimientos es una experiencia digna. Aunque Bertín Osborne siga anunciando Navidul (o más bien precisamente por eso), antes preferiría zamparme un bocadillo de chopped que comprar uno de los jamones sintéticos de esa firma.

Así me pasa con la comunicación. Especialmente me ocurre con los virales. Algunos resultan tan perfectos, tan cuidados, tan in, que con sólo verlos se me enciende el interruptor de la sospecha. Me parecen audiovisuales de cartón piedra, sin pizca de autenticidad. Es lo que me pasó hace unos días con el viral del primer beso. Por dios, ¿es que no se ve venir a kilómetros que es un camelo?

Pero no es algo que me pase sólo con los virales. Me ocurre en general con muchas campañas. Impecablemente ejecutadas, formalmente perfectas, pero vacías. Puro barroco: altares majestuosos pero huecos por dentro, sin mensaje, sin contenido, sin verdadero pellizco.

Quizá el problema es mío. ¿Es que realmente deberían conmoverme anuncios como los de Estrella Damm, donde venden ese empalagoso mediterráneo de postal, y todo está compuesto a base de toneladas de almíbar buenrollista?

¿Es que debería sentir emoción, en Navidad, al ver anuncios como el de Campofrío, con todo ese tinglado de película berlanguiana que vende el ridículo chauvinismo de ser español empaquetado con celofán de babosa complaciencia?

Es lo que tiene el resabio: que te vuelve un cascarrabias. En contrapartida, también hay cosas buenas: uno aprende a reconocer la autenticidad cuando se topa inesperadamente con ella. Y descubre que detrás de la autenticidad, muchas veces, no hay ni siquiera oficio, sino más bien genio, talento sin pulir. Entonces uno cae rendido, y se vuelve espiritual, y se reconcilia con los valores humanistas de la comunicación y comprende que, si seguimos en esto de la comunicación, no es sólo por la compensación nutritiva (que también), ni por el reconocimiento (eso sí que no), ni porque realmente no sabemos hacer otra cosa. Es, sobre todo y únicamente, porque sin comunicar no seríamos nada. Porque, como dicen aquí mucho mejor, la comunicación es como el amor. Porque amamos la comunicación.