Artículo publicado en ABC el domingo 2 de julio de 2017

La historia política de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI está muy influida por el marketing. Numerosos intelectuales -y Habermas con suprema brillantez- han descrito cómo la política se ha convertido en un ejercicio de mercadotecnia, regido por las mismas reglas y técnicas de la colocación de productos comerciales. La investigación de mercado, el uso de la publicidad y las relaciones públicas, la identidad de marca, las campañas y, últimamente, hasta el storytelling y la viralización de contenidos vía redes sociales tienen hoy tanto peso en la vida política como los propios debates parlamentarios.

En los últimos años, el marketing -y en general, el mundo de la comunicación- está virando de forma muy acusada hacia las emociones. La publicidad siempre ha buscado traspasar el territorio racional para llegar a los resortes emocionales de la conducta. Eso no es ninguna novedad. Pero, si antes lo hacía de una forma más o menos velada, ahora lo hace abiertamente, arropada por un discurso social exaltador y legitimador de los sentimientos. Si antes lo que estaba bien visto socialmente era “actuar con cabeza”, “pensártelo bien”, hoy lo que se promueve es “dejarse llevar”, hacer “lo que te dicte el corazón”.

En ese nuevo discurso dominante, todo lo racional es presentado como parte de un territorio “gris”, “aburrido”, “reprimido”, frente al cual se antepone el territorio “auténtico”, “divertido”, “nómada” y “abierto” de las emociones. Y desde esa legitimación social de lo emocional, la nueva mercadotecnia se afana expresamente en promover nuestro lado “salvaje e instintivo”, presentándolo como “lo mejor que llevamos dentro” e instándonos a querer a los productos y a las marcas como a las personas y a basar nuestras decisiones en los mismos patrones que rigen las relaciones humanas, olvidándonos de las razones en beneficio de los sentimientos.

Si ese discurso exaltador de lo emocional se ciñera al ámbito del consumo, a la esfera privada de las decisiones de compra, este debate que estoy presentando correspondería al de un foro profesional o especializado, y no nos concerniría especialmente como ciudadanos. Si el consumidor prefiere comprar un ordenador no por sus características técnicas y su relación con el precio, sino por los sentimientos que le inspira, nada puede reprochársele. Sólo cabe desearle que disfrute mucho con su experiencia de usuario.

En el marketing actual, la propuesta única de venta (racional) está siendo reemplazada por la experiencia única de venta (emocional). Y esta transformación está llegando también a la vida política actual, fuertemente influida por la mercadotecnia.

El problema (porque en efecto lo es) es que esta forma de consumir/elegir se está trasladando al ámbito político. La historia reciente nos demuestra que todo lo que empieza en el marketing acaba en la política, y hay signos más que evidentes de que la toma de decisiones basada en emociones está empezando a adquirir prestigio en la vida pública. Nuevamente, hay que subrayar que la utilización de las emociones no es nueva en política, de hecho es al menos tan antigua como el hombre y en ella se fundamentaron los totalitarismos europeos del pasado siglo, pero el riesgo que se nos presenta ahora, dentro de las propias democracias occidentales, es el del encumbramiento sin tapujos de las emociones como desiderátum de la forma de hacer política y de decidir en política, en detrimento de la vieja racionalidad que inspiró la Ilustración y los ideales de las revoluciones liberales.

En la escena política nacional tenemos ejemplos bien elocuentes. Si la exaltación emocional alumbró el nacimiento de Podemos, no menos significativo resulta que el nuevo PSOE de Pedro Sánchez fundamente todas sus esperanzas de resurgimiento en el concepto (es un decir) de “somos la izquierda”. Una apelación emocional detrás de la cual no hay absolutamente nada, salvo el rechazo instintivo y visceral a la derecha, es decir, al PP, el cual no se apoya en ninguna razón intelectual de peso, sino en un sentimiento tan profundamente irracional, o quizás más, como el que inspira el nacionalismo de Mas y Puigdemont. Unos se sienten catalanes y otros de izquierdas, y no hay más que hablar, porque con los sentimientos no hay discusión posible. El PSOE se define en contraste con el PP, del mismo modo que el nacionalismo catalán lo hace en oposición a España. Bajo esa carcasa emocional, el vacío intelectual, la ausencia de razones, la nada ideológica.

Las emociones no son debatibles ni compatibles con el interés general, porque son individuales e intransferibles. Las razones, en cambio, se pueden replicar, pueden vencer o salir derrotadas, y su territorio natural es el del debate. Por eso, la política debería ser discusión racional basada en argumentos lógicos, no un territorio de exaltación emocional.

La política en democracia debería ser justo lo contrario: discusión racional basada en argumentos lógicos para dirimir las mejores decisiones. Las emociones no son debatibles ni compatibles con el interés general, porque son individuales e intransferibles. Las razones, en cambio, se pueden replicar, pueden vencer o salir derrotadas, y su territorio natural es el del debate.

Que las decisiones de consumo se fundamenten en emociones acaso solo refleje que estamos en una sociedad tan desarrollada como inmadura y frívola, ansiosa de experiencias y gamificación. Que basemos los argumentos y las decisiones políticas electorales en emociones sólo puede conducirnos a la extinción de los valores políticos de la cultura occidental.