Artículo publicado en ABC el 10 de febrero de 2017
Hace poco escribí jocosamente en facebook que “dar visibilidad” está sustituyendo a “poner en valor” en el ranking de expresiones horteras asiduamente usadas en comunicación y, por ósmosis inevitable, en la vida política. Pero más allá del empacho léxico, lo cierto es que la susodicha “visibilidad” se ha convertido en una de las mayorías garantías para la democracia, en su combinación con la pluralidad mediática.
Por más que nos cueste aceptarlo, la democracia actual tiene muy poco que ver con aquella democracia directa de los ciudadanos griegos que se gobernaban a sí mismos decidiendo en asamblea pública las mejores soluciones para los asuntos de interés común. Pero tampoco tiene mucho que ver con aquella democracia representativa que empezó a fraguarse en Inglaterra en el siglo XVII, en la que el Parlamento era el corazón de una vida política caracterizada por la discusión racional entre notables que respondían directamente ante sus electores.
Con la irrupción de los partidos políticos, y con el nuevo tipo de mandato imperativo impuesto por estos, la distancia de las democracias actuales tanto con respecto a la fórmula representativa inicial como con respecto al ideal de autogobierno griego es tan sustancial que podría parecer que de la democracia apenas si queda el nombre. Pero no es así, porque sí queda algo, algo fundamental, que conecta los ensayos originales de democracia con las actuales democracias occidentales, y que tiene precisamente mucho que ver con la mencionada “visibilidad”, entendida como exposición a la vista del público todos los actores de la vida política.
Es esa visibilidad la que garantiza la vigilancia de los gobernantes por parte de los gobernados. Y por tanto la que sustancia el que resulta a mi juicio el principal rasgo diferenciador de las democracias como sistema político, tan relevante o quizás más que el principio de un hombre/un voto, que por cierto no es una característica original de la democracia (en la economía esclavista griega, sólo los hombres libres participaban del autogobierno, y en los primeros momentos del parlamentarismo el sufragio fue censitario).
Como explica John B. Thompson, en la democracia griega la visibilidad del poder público estaba garantizada por la copresencia de todos los actores de la vida pública en un mismo espacio físico. Los ciudadanos eran al mismo tiempo gobernantes y gobernados y todos se reunían en asamblea, en un lugar común para hacer propuestas y tomar decisiones. En la democracia representativa, esa visibilidad dejó de ser literal, pero metafóricamente los gobernantes quedaron expuestos al foco de la Opinión Pública. De hecho, una de los grandes hitos históricos en el progreso de la democracia fue la apertura al conocimiento público de las deliberaciones del Parlamento, inicialmente secretas. Sólo cuando el acceso de los periodistas fue permitido, quedó desterrada la opacidad como rasgo consustancial a la actividad política, definitoria de los Estados modernos y teorizada por la doctrina política de Maquiavelo.
Hoy, esa visibilidad de los actores que participan en la vida pública, y la consiguiente vigilancia a la que esa visibilidad los expone, no sólo se mantiene, sino que se ha vuelto probablemente, y como decía al principio del artículo, en la mayor garantía de nuestras democracias, su rasgo más real y tal vez el único cordón umbilical que las une al autogobierno de las ciudades-estados griegas y al parlamentarismo del siglo XIX.
Autores como Sartori o Habermas han sido, sin embargo, enormemente críticos con la actual “visibilidad” de los poderes públicos, que a su juicio se ha vuelto ineficaz para el control de la actividad política por parte del ciudadano. Sartori sostiene que la televisión ha hecho muy visibles a los candidatos, pero no sus ideas, y Habermas llega incluso a defender que vivimos un proceso de refeudalización de la vida pública y a comparar la visibilidad de los gobernantes actuales con esa otra visibilidad, adornada de pompa y espectáculo, con la que pontífices, señores feudales, monarcas y príncipes se presentaban ante sus súbditos en la Edad Media y principios de la Edad Moderna.
Sin negar la teatralización que hoy caracteriza la vida política, hay sin embargo un abismo muy evidente entre la visibilidad de aquellos monarcas antiguos y la de los gobernantes de hoy. Para cualquier actor de la vida pública, al tiempo que una necesidad y una fortaleza, la visibilidad que hoy obtienen a través de los medios representa su mayor amenaza. A mayor visibilidad, mayor escrutinio de periodistas y ciudadanos. A mayor visibilidad física de los candidatos, mayor examen intelectual de sus ideas. A mayor visibilidad mediática, en suma, mayor fragilidad política.
Ahora bien, para que de la visibilidad de los poderes públicos se derive una forma efectiva de vigilancia de los gobernantes por parte de los gobernados, es preciso un sistema de medios de comunicación robusto, diverso y plural, con una prensa escrita muy protagonista, y que garantice en efecto que la notoriedad sea un arma de doble filo, a favor y en contra de quien la porta, y que la visibilidad no sólo sea de rostros, sino también de discurso. Pero combinada con la pluralidad de medios (pluralidad ideológica y de soportes: prensa, radio, televisión, internet), la visibilidad de los poderes públicos es indudablemente garantía de democracia.