Cuando entrevisté a Paco Pérez Valencia para escribir lo que hoy llamaríamos el relato de su Universidad Emocional, salí entre frustrado y confuso, con la incómoda seguridad de no haber encontrado respuestas satisfactorias a mis preguntas y con la inquietante sensación de no saber muy bien por dónde tirar. Y así estuve durante varios días hasta que, en algún momento, comprendí que el problema no estaba en lo que Paco me ofrecía sino en lo que yo estaba buscando. Lo que yo perseguía era un discurso apto para el periodismo económico, algo que, siendo aparentemente disruptivo, en el fondo era de lo más convencional: cómo el arte, a través de las emociones, podía hacer más rentables a las empresas. Y lo que Paco me daba era justamente el punto de visto contrario: cómo el arte, a través de las emociones, podía hacer más felices a las personas que trabajan en las empresas.
En realidad la disrupción era esa, y si no la vi desde el primer momento fue porque me lo impedían mis esquemas mentales, constreñidos a la idea de que cualquier asesoramiento empresarial debe estar guiado por el fin principal de hacer más competitivas a las organizaciones asesoradas, y seguramente contaminado por subproductos del mainstream como el coaching de directivos, que ve a las personas no como fines en sí mismos, sino como medios para objetivos corporativos relacionados con la rentabilidad empresarial. Pero la realidad es que Paco no fundó la Universidad Emocional para hacer ganar más dinero a las empresas. Que su trabajo sirviera para eso era algo que podía suceder (o no), pero desde luego no era su propósito. Lo que pretendía la Universidad Emocional era algo quijotesco y en el fondo mucho más atractivo desde el punto de vista del relato: no se trataba de mejorar a las empresas a través de las personas, sino a las personas a través de las empresas.
Desde entonces supe que, a pesar de las apariencias, en el fondo de Paco Perez Valencia hay un ilustrado rigorista kantiano: «obra de tal modo que trates a la humanidad, en tu persona y en la de los demás, siempre y al mismo tiempo como un fin y nunca como un medio». ¿Puede haber hoy una idea más contracultural y antisistema que esta? Aplicada al mundo empresarial resulta casi friki. En la sociedad que asocia el éxito al dinero y que vende cualquier atisbo de espiritualidad como una mera herramienta para triunfar, una de las cosas más maravillosas de Paco es que el cielo estrellado siempre ha brillado sobre él y la ley moral dentro de él (y así también ocurría en la Universidad emocional). En su visión de la vida, lo bueno, lo es por sí mismo, no por los resultados que acarrea. Y por ello su ética no es nunca utilitarista, esté trabajando para la empresa, para la universidad o en el estudio dibujando.
Eso sí, Pérez Valencia tiene una visión mucho más optimista que Kant acerca de la vinculación entre la moral y la felicidad. Inflexible con sus principios hasta renunciar al dinero, el prestigio profesional y la posición social ganada con su talento, terco como una mula a la hora de transigir incluso con cuestiones aparentemente nimias (basta con que le impongan que no haga algo para que le exalten de forma incontenible su deseo de llevarlo a cabo), Paco está convencido de que su norma de comportamiento no estorba a su felicidad, sino lo contrario, y disfruta de ese imperativo moral de ver en cada persona un fin en sí mismo, de ahí que nunca mida los tiempos que dedica a los demás según lo que pueda sacar de ellos.
Traer a colación al gran autor de la Ilustración europea, a un filósofo para el que la razón era el asidero más firme y fiable, y el valor moral de una acción era tanto más elevado cuanto menor fuera la inclinación a realizarla, pudiera parecer un contrasentido para referirse a un artista que fundó algo llamado la Universidad Emocional y que en su última entrevista, al hilo de la exposición que tiene ahora en el Colegio de Arquitectos de Sevilla, aseguró que el componente emocional es esencial para la creación. Digo que pudiera parecer un contrasentido y en cierta forma lo es, pues en Paco, además de un Kant, hay un Nietzsche al que la palabra subversión no se le cae nunca del pensamiento, de la boca y del pincel, un desobediente empedernido que anima a sus alumnos a la rebelión, un inconformista radical para el que la duda no es un método, sino un destino, un superhombre que se siente tal, capaz de dinamitar el mundo con un arsenal creativo, y de reconstruirlo soñando, un Robinson poeta que convierte su estudio en una isla utopía, y la isla utopía en una nave espacial con la que viajar inmóvil por el universo, y aspirar las estrellas, siendo digno de la belleza que se le entregó de niño, emocionado por la vida en los días luminosos y en los grises, bendecido por todos los dioses a los que rinde culto: el arte, la literatura, el cine, Camus, John Ford y San Francisco Molina que estás en los cielos.
Pero del mismo modo que no se puede entender la posmodernidad sin la modernidad, lo dionisiaco sin lo apolíneo, lo múltiple sin lo unívoco, y a Nietzsche sin Kant, tampoco la subversión, la abstracción, la emoción, la sospecha y la ruptura de los trabajos e ideas de Pérez Valencia pueden entenderse sin ese rigorismo moral suyo de no supeditarse nunca al resultado, sin la ilustración de sus lecturas de periódicos de papel, hoy la prensa es sencillamente deliciosa, sin la memoria y sin la historia, no podemos olvidar, el olvido nos lleva a la desaparición, sin la pretensión (inaugurada por Kant) de llegar a una gran comunidad internacional en la que nada nos sea ajeno ni lejano, sin el denominador común de nuestros mayores, y por supuesto sin la compasión, nos necesitamos todos, no nos abandonemos, contra la que despotricó el supuestamente despiadado predicador del superhombre, al tiempo que contraía la difteria y la disentería cuidando voluntariamente enfermos contagiosos.
Dicen que no hay un Nietzsche, o que hay tantos Nietzsche como lectores, y que el propio Nietzsche es la mejor refutación de sí mismo, y yo diría que hay tantos Pérez Valencia como contradicciones, negaciones y síntesis hay en la historia de la filosofía e imagino que en la del arte, y en la de cualquier ser humano que sea bastante humano, y por tanto lo suficientemente racional y sentimental, libre y determinado, empirista y abstracto, materialista e idealista, efímero y eterno, sistemático y disperso, relativista y convencido de verdades absolutas, ateo, agnóstico y creyente, todo ello por momentos e incluso en el mismo momento.
Es difícil entender a Paco sin esas contradicciones, ya lo dije en este otro artículo, y es difícil entender sin ellas su última exposición, Isla Utopía, concebida al mismo tiempo como un viaje socrático al interior de uno mismo, todo lugar en el mundo existe en mí y en mi imaginario, y como un viaje al mundo exterior, ese mundo global en el que lo que ocurre en cualquier parte nos afecta a todos y que Paco sueña con convertir en un gigantesco ágora, inclusiva e interdependiente, tejida y levantada sobre todas las universidades, en la que ya no hay otros, porque todos somos nosotros. No deja de ser sorprendente, o quizás lo contrario, que todos los dibujos creados por Pérez Valencia durante el confinamiento estricto de la primavera del año pasado, y que se exponen en la planta baja de la exposición, estén llenos de vida, y de una luz cegadora, repletos de naranjas, rojos y amarillos, mientras que los dibujos que hizo cuando recuperamos las calles, y que se exponen en la planta sótano, dominados por los azules, verdes y grises, y de una belleza, elegancia y serenidad insuperables, parezcan obedecer a una cierta nostalgia del encierro, de la intimidad, del diálogo con uno mismo y del platónico encuentro con las ideas puras.
En la exposición (y en las clases virtuales que Paco dio a sus alumnos durante el confinamiento) hay referencias a Xavier de Maistre, a Pascal y a otros escritores/pensadores que descubrieron la inmensidad y eternidad que caben en un encierro. Paco no cita a Kant, o si lo hace no me acuerdo, pero al filósofo alemán tampoco le hizo falta salir nunca de su ciudad para realizar el gran giro copernicano de la filosofía e inaugurar un tiempo nuevo en la historia de las ideas, abriendo paso a la subjetividad, colocando el individuo en el centro del conocimiento, relativizando el argumento de autoridad, apelando a la crítica frente los prejuicios, e instaurando el principio de la publicidad y del debate en la vida pública para acabar con cualquier clase de tiranía política, religiosa o social.
Todo eso lo hizo Kant sin conocer más mundo que su localidad natal, en un viaje casi tan inmóvil como el de Paco, y además cuando ya se acercaba a los sesenta, pues su primer gran trabajo, Crítica de la razón pura, lo escribió con cincuenta y siete años, todo un desmentido a esa creencia generalizada de que la creatividad y la agudeza se apagan con la edad y de que, pasada la juventud, nada puede crearse que sea realmente nuevo y original y menos aún revolucionario y disruptivo.
A Pérez Valencia le han alcanzado los cincuenta con la sensación de no haber logrado como pintor el éxito que sí ha cosechado en otras facetas de su vida profesional como la de museógrafo o director artístico. Sin embargo, irónicamente, él sigue sintiéndose fundamentalmente pintor, igual que yo me siento principalmente periodista aunque sobre todo haya sido comunicador. Y esa paradoja, que él describe con la literalidad de la palabra «fracaso», sin usar eufemismos, lejos de desanimarlo lo estimula, y lo hace trabajar con la ilusión y el hambre de quien apenas está empezando.
Rousseau, un ilustrado que nunca quiso serlo, porque prefería ser salvaje y sentir antes que pensar, dijo que no hay mejor razón para creer que querer creer, y yo quiero creer y creo que la Crítica de la Emoción Pura de Pérez Valencia está aún por escribir, o en este caso por dibujar, y que algún día su obra realizará un viaje inmóvil a la eternidad con destino final en los libros de historia del arte.
La descripción que hace de Paco Pérez Valencia es el resultado de una inmersión en su interior, en su filosofía de vida y puedo afirmar que lo hace con el convencimiento del especialista que conoce la interpretación de las propiedades de los materiales con los que trabaja.
Una descripción impresionante y muy ajustada a la realidad del autor a quien se refiere.